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Un ciudadano, que no puede elegir con su voto a los actores indirectos del sistema judicial, ¿tiene facultades para decidir sobre la vida, la libertad, la honra y los bienes de sus pares? Un periodista que conoce como pocos los pasillos de Tribunales opina y se pregunta sobre los riesgos del sistema de juicios por jurados.
Un ciudadano no puede, de pleno derecho, elegir a los integrantes del organismo que juzga la conducta de los jueces, evalúa a los candidatos a ocupar cargos vacantes y maneja un gigantesco presupuesto que se conforma, entre otros, con sus aportes tributarios. Sin embargo ese mismo ciudadano podrá resolver si un acusado por un homicidio pasará el resto de su vida en la cárcel. La curiosa dualidad, casi contrasentido que se insinúa como escenario de los tiempos judiciales que se avecinan, obligan a repensar lo que está sucediendo.
La corporación judicial resolvió convertir en letra muerta todas las iniciativas de “democratización de la Justicia” que había propuesto el Poder Ejecutivo. Guste o no, la Justicia hizo lo que está en condiciones de hacer. La Constitución Nacional le otorga a la Corte Suprema, como cabeza de uno de los tres poderes de la República, el control de constitucionalidad de las leyes.
¿Pero por qué el ciudadano que no es hábil para ungir mediante el más horizontal de los recursos, esto es el voto universal, a los actores indirectos del sistema judicial, tendría facultades para decidir sobre la vida, la libertad, la honra y los bienes de sus pares?
El juicio por jurados también está previsto en el texto constitucional. Pero tal y como se ofrece (y se propone) desde sectores crecientes de la sociedad, implica un riesgo tremendo.
¿Podría, por caso, un tribunal popular intervenir en juicios por delitos de lesa humanidad? Una docena de ciudadanos de distintas edades, experiencias de vida, pasados y presentes, ideologías y prejuicios heredados podría considerar inocente a un torturador. Sería grave, pero no el sinsentido no termina allí. Otros 12 ciudadanos podrían considerar a ese mismo torturador culpable por hechos similares pero con otras víctimas y en otro centro clandestino de detención de presos políticos durante la última dictadura. ¿Dónde quedará el derecho de defensa del imputado que ni siquiera es igual a sí mismo frente a la ley?
Un jurado popular habría condenado a Sergio Opatowski, el padrastro de Angeles Rawson. Y podría haber declarado “inocente” a Carlos Monzón por el homicidio de su esposa, Alicia Muñiz. ¿Y si tuviera que juzgar a Diego Maradona? El prejuicio -a menudo incentivado desde los medios de comunicación- podría derivar en la declaración de inocencia de un violador porque “ella lo provocó”. Parece paradójico en un país que acaba de incorporar el “femicidio” como un agravante nuevo al artículo 80 del Código Penal.
Los jueces, a quienes la sociedad les paga (bastante bien, por cierto) para que hagan su trabajo, se ven todo el tiempo contaminados en sus decisiones por lo que de ellos dirán los medios de comunicación, a los que confunden malamente con “la gente”. ¿Cómo hará un lego para llegar “descontaminado' a un juicio?, ¿de qué manera su íntima convicción será sólo suya, y no la resultante de la tapa del diario que lee habitualmente o el comentario del periodista de moda?
¿Por qué un juez debe condenar a 15 años de cárcel a un ciudadano al que considera inocente? Un médico puede, por razones de conciencia, negarse a practicar un aborto no punible. ¿Podrá un magistrado o un tribunal hacer lo propio ante una condena que considere injusta?
Las decisiones espasmódicas tomadas al calor de una temperatura social medida con termómetros de dudosa fiabilidad conllevan el riesgo de causar espasmos, antes que soluciones. La vida de las personas es demasiado importante.
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