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2-8-2014|12:02|Franquismo Nacionales
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Crónica de un reencuentro

Darío Rivas: cómo desenterrar a un padre desaparecido

Inició la querella que en Argentina investiga crímenes de Lesa Humanidad cometidos por el franquismo e ignorados por la Justicia española. Esta semana, la Diputación de Lugo lo premió por su labor en defensa de los DDHH.

  • Daniel Otero
Por: Daniel Otero

Darío Rivas (94), el primer querellante en la Argentina contra los crímenes del franquismo, recibió el jueves la Placa de Honor de la provincia de Lugo por su labor "a favor de los derechos humanos" y en "defensa de los represaliados y familiares de las víctimas de la dictadura franquista". A raíz de la denuncia ante la justicia de Argentina -presentada el 10 de abril de 2010, junto a los familiares de víctimas- la causa empezó a tramitar en el Juzgado Nacional de lo Criminal y lo Correccional a cargo de la jueza María Servini de Cubría.

Vive en Buenos Aires desde los nueve años. En 2005, junto a un arqueólogo y un grupo de voluntarios de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), encontró los huesos de su padre, fusilado y enterrado clandestinamente en una capilla de Galicia. Esta es la crónica de ese día. 

Camino al reencuentro 

La camioneta de Darío indica el camino. Lessi maneja; al lado, María: son los sobrinos que ayudan en la búsqueda. En el asiento de atrás Darío mira en silencio la tierra donde nació, busca la Iglesia de Santa María de Cortapezas en el ayuntamiento de Portomarín. Los sigue Javier, el arqueólogo; tiene cincuenta y cuatro exhumaciones encima y en la fosa la pasa de puta pena, dice que no termina de acostumbrarse.Cuando el padre despidió a Darío en el puerto de Vigo, en 1929, Alfonso XIII era el rey. España tenía veinticinco millones de habitantes, la mitad analfabetos. Veinte mil personas eran dueñas de la mitad del territorio. Dos millones de campesinos no tenían tierras. Una peseta, medio salario del día, alcanzaba para comprar un kilo de pan.

El 19 de agosto de 2005 Darío tiene ochenta y cinco años. A los dieciséis, leyó en una carta que su padre había sido fusilado; desde entonces busca sus huesos.

—Es ahí —dice Lessi.

Darío se sobresalta. Ve un campanario. Hay autos estacionados junto al camino y mucha gente, ancianos con bastón y chicos que trepan cercos. Es el único que va vestido impecable, para una ceremonia de la que sólo él conoce el significado completo. Traje azul, camisa blanca, corbata gris, pañuelo azul de seda. Del baúl saca una pala. Javier lo acompaña, es el reverso de la ceremonia: camisa rosa desabrochada, remera crema, pulseras, barba, despeinado, vasco por donde se lo mire.

Se paran delante de la capilla de Cortapezas. En los archivos locales la datan en el siglo VII. La puerta es de madera y está cerrada, la campana en silencio. Hoy no habrá misa, el párroco está ausente. Los recibe la cruz clavada en la piedra del pórtico. Es una iglesia a la buena de dios. Así quedó Severino, el padre fusilado de Darío. Un testigo asegura que en 1936 fue enterrado en una fosa clandestina ahí adentro, en el predio de la iglesia.

Severino: el padre fusilado 

Javier tiene que hallar los huesos, si no todo habrá sido en vano.

En 1931 asumió el gobierno de España una República democrática, la Segunda, y para dejar atrás la monarquía y el régimen medieval, el Congreso dictó una nueva Constitución. Dispuso la plena igualdad de hombres y mujeres; garantizó los derechos civiles y políticos; reconoció el divorcio, la posibilidad de socialización de la propiedad, y proclamó que el Estado español no tendría religión oficial, sería un Estado laico. Ese mismo año Severino fue electo presidente de la Agrupación Socialista Agraria de Castro do Rei. Cinco años después se convirtió en el primer alcalde socialista.

—Mi padre practicaba el socialismo del corazón. Yo sé que él cedía tierras y semillas a quien no tenía donde sembrar. Hizo gestiones para conseguir terrenos gratis en el monte y como alcalde cedió parte de la casa para que funcione la escuela.

De Severino no hay fotografías. Quedan los recuerdos de Darío y los legajos del Estado falangista. En 1936 un alzamiento militar con apoyo de Hitler y Mussolini terminó con la República, dio comienzo a la Guerra Civil y al exterminio clandestino de republicanos. Nazis y fascistas usaron España como sala de ensayo. En el Expediente Procesal labrado en la Prisión de Lugo donde Severino estuvo dos meses ilegalmente detenido, el burócrata lo describió como un hombre de metro sesenta de altura, cara oval, nariz recta, boca regular, barba afeitada y cabello canoso. Estableció que hijo natural de Francisca, de profesión labrador, instruido y viudo.

Severino no tenía antecedentes penales, pero la Guardia Civil sabía bien quién era él:

—En una oportunidad llegó el recaudador a la Feria de Castro y aumentó el impuesto. Los campesinos no podían y pidieron la intervención de mi padre. Él se lo fue a ver al recaudador. “No tienen con qué pagar, ¿cómo les vas a aumentar los impuestos?”. Pero el recaudador que tenía categoría de mandón se puso chulo y llamó a la Guardia Civil. Llegaron a caballo de a dos, como era la costumbre, y atropellaron a mi padre. Y bueno, él no se quedó atrás. Bajó a uno y entonces lo procesaron por rebelarse a la autoridad.

En Castro do Rei recuerdan a Severino. La calle de la Feria lleva su nombre.

—Está aquí —dice Manuel Salgueiro, el testigo. Es un hombre menudo, tiene ochenta y un años y a los doce pasó una noche velando los cuerpos de dos fusilados. Habían aparecido en la cuneta de un camino de carros, eran dos desconocidos. Uno llevaba puesto un gabán.

—¿Pegado a la pared? —pregunta Javier, el arqueólogo.

La mano de Manuel señala un punto preciso.

—¿En el medio...?

—Sí.

Darío mira la tierra. Javier da una palada, se escucha el crujir.

En las aldeas de Galicia la iglesia es el cementerio y los nichos tienen dueño. Arriba la cruz como estandarte, debajo la leyenda, Propiedad, y después los nombres de la Casa a la que pertenece, Rivadeira, Miño, Seoane.

—No profundices más —dice Javier—, vamos a seguir abriendo con el pico, ¿vale?

Con la mano juntan tierra y la vuelcan en baldes examinándola. Javier revisa una vez más, frota los terrones, busca indicios.

—¿Sabes si lo enterraron en caja?

—Sí —responde Lessi, pero después duda—. Bueno, creo que en caja de madera.

—De la caja no vamos a hallar nada. En esta tierra húmeda esa madera se pudrió, la humedad descompone todo.

Javier necesita una prueba material que confirme la historia de Manuel y la tierra no ayuda. Se ve gomosa, húmeda, absorbente. Esto es sábrego, ha dicho: arcilla degradada por la acción del agua.

 

—¿Sabes si Severino usaba crucifijo?

—No, no creo… —responde Lessi.

Lo fusilaron en Monte Barreiro, un paraje rural desolado. Según se lee en la partida de defunción fue en las primeras horas del 29 de octubre de 1936; el mismo día que el Expediente Procesal consigna que fue puesto en libertad.

Falleció a consecuencia de hemorragia producida por proyectil de arma de fuego. El Folio 26 del Registro Civil de Portomarín lleva la firma del juez, del secretario y de dos testigos. Así termina la historia oficial de Severino. Quién lo mató, por qué, no eran preguntas que un juez de la falange tuviera que responder.

—Uno estaba máis arriba e outro máis abaixo —dice Manuel Salgueiro—, anduvo unos douscentos metros pero no pudo máis.

Manuel era un niño la noche que veló a Severino. Pero los recuerdos son frescos, como si la guerra no fuera algo del pasado. 

María lo escucha, está emocionada. Es la secretaria de Darío, la que buscó permisos y peleó con la burocracia.

—Mi abuelo apareció unos doscientos metros más abajo del lugar donde lo fusilaron. Manuel nos ha contado que lo vio tratando de soltarse el cinturón. Nosotros creemos que era por alguna de las heridas que llevaba, pero él trataba de escapar... El pueblo se movilizó, recogieron a los cadáveres, los cargaron en un carro y los trajeron hasta el cementerio, aquí en la iglesia, pero el párroco no los dejó entrar…

El hombre del gabán

En 1994 Darío viajó a Portomarín. Desde 1952 buscaba a su padre y ya no tenía esperanzas. Gallego cabeza caminó por la ciudad, compró regalos, encontró a una mujer con buena memoria.

—Ella se quedó un poco pensando hasta que me dijo: “Mire, cuando yo era niña mataron a unas personas en Cortapezas. Uno de ellos era muy importante, de la zona de Castro do Rei. Y yo los vi, fuimos con los chicos a curiosear. Era un señor muy elegante, estaba vestido con un gabán”. Andar con un gabán por aquellos años era medio difícil. Era una prenda cara, poco usual, es lo mismo que decir que en la aldea hay un tipo que usa guantes. Pero yo conocía la historia del gabán. Las cartas a mi hermana las escribía yo y por eso recordé que una vez escribí una que acompañaba al gabán que le envió a mi padre. La mujer termina de contarme la historia del fusilado y yo pensé: “Ese es mi padre”.

Ese día Darío supo que la búsqueda continuaba. Diez años después dio con Manuel Salgueiro.

—Pero joder, es que no está saliendo nada —dice Javier—, se supone que en esta profundidad tendría que aparecer la pelvis, el fémur…

La excavación lleva seis horas y no hay resultados. Los voluntarios rasgan la tierra con los dedos, primero la aflojan pasando la palma como si fuera un cepillo y después la vuelcan en el balde, la hacen gotear como si fuera agua. El estado de ánimo no es el de la mañana, del bullicio no ha quedado nada. Fue por eso que el nombre se escuchó con claridad. Alguien gritó:

—Darío…

Se acerca a la fosa. Apareció algo, una voluntaria se lo alcanza a Javier. Es muy pequeño, oscuro, con tierra impregnada. Hay un presentimiento.

—Sí, sí, sí, esto es hueso. Esto es hueso, sí.

 Javier lo frota entre los dedos.

—Esto puede ser un tiro. Por la forma es el cráneo y esto es un tiro...

A las seis de la tarde poco queda por excavar. Un diente incisivo, parte de un húmero, de un fémur y del cráneo, nada más. Dice Javier: se lo ha comido la tierra.

—Llevo una hora dando vueltas en la cabeza para ver cómo se lo voy a explicar. En cierto modo me siento culpable, pero es que esto no da para más…

Darío continúa sentado junto a la fosa. Javier toma valor y se acerca, se arrodilla a su lado y le habla al oído. Sólo ellos saben qué se dijeron.

—Aunque sea un solo hueso a mí me alcanza, el valor es que algo de su cuerpo pueda descansar en paz.

La misión estaba cumplida. En la puerta de la capilla esperaba un auto, un pequeño ataúd de madera clara y un ramo de flores rojas. La comitiva tomó por el camino comarcal en dirección a Lugo, el camino inverso que en 1936 Severino realizó secuestrado.

El niño de 9 años que recuperó a su padre

—Es un niño de nueve años que recuperó a su padre —ha dicho María—. Sería bueno también que pagara alguien por este asesinato, pero como yo lo vivo mucho desde el plano sentimental, para mí es más importante que el niño de nueve años recupere a su padre.

En el cementerio de Castro do Rei la ceremonia se desarrolló en silencio. Darío dejó el ataúd en la bóveda familiar junto a su madre y colocó una lápida: Papá, descansa en paz, te lo pide tu niño mimado. No hubo discursos, sólo unos aplausos contenidos.

Darío volvió a Buenos Aires y en la casa de Ituzaingó donde vive solo se dio cuenta de que aun tenía una misión.

—Si perdonar significa olvido, yo no perdono. Yo acuso. Todavía quedan dos mil quinientas fosas sin abrir…

Así empezó la demanda contra el franquismo. 

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