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Mónica Beherán es una de las miles de testigos que declaran en los juicios por delitos de lesa humanidad. Por primera vez en casi 37 años, pudo contar ante la Justicia lo que marcó su vida: el secuestro de su mejor amiga. Cómo se vive la citación y la declaración puertas adentro.
Mónica Beatriz Beherán casi no durmió esa noche. El insomnio la acosaba desde hacía varios días y ni siquiera las pastillas la ayudaban. Cuando lo logró ya eran más de las dos de la mañana, pero el descanso fue breve: debía levantarse a las seis y media. No necesitó despertador. Encendió la radio para escuchar Radio Nacional. El agua caliente de la ducha no la ayudó a sacudir la tensión de sus músculos. Sentía una mezcla de nerviosismo y desazón, pero quería mantenerse entera, controlar sus emociones. Ese jueves iba a declarar como testigo en el juicio por los crímenes cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Por primera vez iba a contar en público una historia vivida en 1976, a los veintiún años, cuando una patota secuestró a Alicia Cosaka, su gran amiga de la adolescencia, a la que nunca más volvió a ver desde la madrugada en que presenció su secuestro.
El día de su declaración, Mónica -59 años, soltera, sin hijos, empleada bancaria, ojos verdes y cabello cenizo- se vistió a las apuradas: jogging gris, remera roja y botas de gamuza. Coloreó sus pestañas con rímel azul. Después de desayunar, tomó su campera negra y salió. Como el edificio queda justo sobre Corrientes, le bastó atravesar la avenida para formarse en la fila del colectivo 92. Antes, compró Página 12, pero no tuvo tiempo ni ánimo para hojearlo. Su mente estaba absorta recordando los detalles de una madrugada de hacía casi treinta y siete años. Y pensando que, quizá, testificaría frente a los asesinos de su amiga. En el trayecto hacia los tribunales de Comodoro Py, se repitió mentalmente una promesa. -No voy a llorar delante de esos hijos de puta.
Yo fui testigo
Ese día Mónica se convirtió en testigo de los juicios por delitos de lesa humanidad. Los testigos conforman un grupo fundamental para que militares, policías y civiles sean condenados por los crímenes que cometieron. Desde 1983 hasta octubre se celebraron 145 juicios. La megacausa que investiga lo que pasó en la Escuela de Mecánica de la Armada, es emblemática: por este centro clandestino de detención pasaron más de 5000 personas. El primer juicio relacionado con la ESMA comenzó en 2007 y tenía como único imputado al prefecto Héctor Antonio Febres.
El 10 de diciembre de ese año, cuatro días antes de declarar ante el tribunal, el represor murió envenenado con cianuro en su celda de la Prefectura de Tigre. Los testigos que se habían animado a declarar se indignaron. No habría condena. Mónica, como muchos otros, concluyó que a Febres lo habían asesinado. “El cobarde nunca se hubiera tomado cianuro. Supongo que se quería llevar a otros puestos, y se lo impidieron”, explicaba al recordar un momento de tanta frustración.
Tres años más tarde, en diciembre de 2009, se inició otro tramo: ESMA 2. El 26 de octubre de 2011, gracias al testimonio de 160 personas, el tribunal condenó a doce represores a cadena perpetua, entre ellos algunos de los personajes más tenebrosos de la historia argentina como Jorge “El Tigre” Acosta, Alfredo Astiz y Ricardo Miguel Cavallo. El día de la sentencia, Mónica esperó durante horas en las puertas de Comodoro Py, de pie, con frío y paciencia, junto con otras miles de personas. No debía estar ahí, la habían operado para extirparle un tumor en la cabeza y tenía que cuidarse. Al escuchar cada una de las condenas a través de una pantalla gigante, sentía que el sentimiento de justicia la colmaba de adrenalina. Nada podía ser más sanador.
En noviembre de 2012 comenzó el juicio ESMA 3. Involucraba al mayor número de víctimas (789), represores (68) y testigos (930) que ningún otro proceso por delitos de lesa humanidad en el mundo. Mónica no sospechaba la iban a convocar a este proceso, pero sabía que, a pesar de que los testigos son vitales para la continuidad de los juicios, los fiscales todavía batallaban para conseguir testimonios porque muchas personas temen acudir a los tribunales. En 2006, después de haber testificado contra Miguel Etchecolatz, el albañil Jorge Julio López volvió a ser secuestrado y aun no aparece.
Mónica no tuvo miedo, pero sí ansiedad cuando a través de un mensaje en su contestador, supo que la convocaban a los tribunales por la desaparición de Alicia Cosaka. La habían localizado porque era una de las denunciantes en la causa. Al escuchar el nombre de su amiga, el corazón le palpitó más rápido. Le pidieron que testificara una semana después. Comenzaron sus siete días de insomnio.
Funcionarios del Centro de Asistencia a Víctimas de Violación de Derechos Humanos Fernando Ulloa -que depende del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos- la llamaron varias veces para preguntarle si necesitaba apoyo de cualquier tipo, incluso psicológico. Desde la fiscalía le ofrecieron enviarle un auto que la llevara y trajera de Comodoro Py. Rechazó la oferta. Quería manejar sus tiempos.
Los días previos a su testimonio estuvo irreconocible. Dejó de ser la mujer sociable, extrovertida, charlatana, hiperactiva, bailadora y mal hablada de siempre. Casi no vio ni habló con sus amigos. -Siempre estuve bien… bien mal-, recordaría semanas después, ya más repuesta. Se sentía muy presionada emocionalmente, pero trató de mantener la cordura. Le avisó a su jefa en el banco que iba a faltar, y por qué. Nerviosa, llamó a Daniel, el hermano menor de Alicia, para que le refrescara detalles. Uno de sus principales temores era olvidar algo importante, el dato clave que sirviera para condenar a los culpables de la desaparición de su amiga.
Dos noches antes de ir a tribunales, Daniel llegó a la casa de Mónica y tuvieron una larga charla. Recordaron cuando él era el hermanito de “Alichú”, y ella, su mejor amiga. Mónica se acordó de la foto que quería llevar a los tribunales. No estaba en ninguna parte. Se desesperó, revolvió su casa, tiró cosas. Daniel le pidió que se calmara. Ya tarde, encontró la foto debajo de la cama, en una bolsa. La noche previa a la audiencia, tenía gripe y tos, y temía que la voz no le saliera frente al tribunal. Había declarado una vez, hacía muchos años, ante la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), pero fue en el teatro San Martín, sola ante Graciela Fernández Meijide, no frente a jueces, fiscales y abogados, como lo iba a hacer.
En 1985 tuvo miedo. Había recibido amenazas telefónicas en el banco. Que la iban a encontrar tirada en un callejón, que se dejara de joder, que no participara en política. Ahora cree: fue raro que nunca le pasara nada, daba mucho la cara. Contrarrestaba el dolor por la desaparición de Alicia con un desenfado que rayaba en la inconsciencia. Se ponía en riesgo. El día de la declaración Mónica llegó sola a los tribunales a las siete y media de la mañana. Su madre y su hermano viven en Misiones. En Buenos Aires tiene muchos amigos, pero le parecía que era un momento demasiado íntimo. Después de que se anunció como testigo del juicio ESMA 3, la llevaron a un despacho y le presentaron al equipo de la fiscalía.
La jornada comenzó con el testimonio de Luis Alberto Bogliolo sobre la desaparición de su hermana María Mercedes, secuestrada en la ESMA. Mónica no lo escuchó porque los testigos sólo pueden presenciar el juicio después de haber declarado. A eso de las diez y media, le avisaron, era su turno. Al ingresar a la sala sintió agobio, le temblaron las piernas. Recordó la promesa: no iba permitir que los represores la vieran llorar, mucho menos derrumbarse o titubear. Como otras veces, el miedo se transformó en dureza. Tomó aire, se sentó, y comenzó un monólogo de cincuenta minutos. No necesitó tomar agua. La tos desapareció.
Hay todo tipo de testigos en las audiencias por los juicios de lesa humanidad en Argentina. Los que miran al vacío para abstraerse y evitar las lágrimas. Los que, por más esfuerzos que hacen, no pueden impedir que les gane el llanto. Los que testifican de una manera tan conmovedora, que hacen llorar al público y a los jueces. Los que no comprenden las preguntas porque los nervios los dominan y tienen la mente en blanco. Los que terminan su declaración a los gritos, con consignas políticas. Los que ensayan. Los que improvisan y confían en su memoria. Los sobrevivientes de la ESMA. Los que presenciaron algún secuestro. Los que citan pasajes bíblicos de memoria. Los que recitan poemas. Los que son ovacionados y consolados por abrazos amigos cuando abandonan la sala. Los que llegan y se van solos.
Casi todos, al salir, lamentan haber olvidado un episodio, un detalle, un nombre. Para ninguno es fácil. El esfuerzo de memoria es agotador, tienen que recordar direcciones, fechas, horarios, nombres, colores, descripciones físicas o de lugares. Detalles de situaciones traumáticas vividas hace más de 35 años.
Los testigos del juicio ESMA 3, como Mónica, se sientan al lado de un tribunal que está en un estrado superior, de frente a los represores. Cerca de ellos. Es una situación que califican de pesadillesca, irreal. Los testigos deben evadir las trampas de la defensa. Y no todos están preparados. No cualquiera sabe que no deben llamar “criminales” a los acusados si todavía no han sido condenados, porque el represor quedaría en condiciones de iniciar una querella por calumnias. O que cuando les preguntan por la “detención” de alguien, deben aclarar que no fue una “detención”, sino un “secuestro”, y evitar que la defensa centre el interrogatorio en la militancia de la víctima, como si eso justificara su tortura, asesinato o desaparición.
El trato hacia los testigos ha cambiado. Algunos miembros de organismos de derechos humanos recuerdan que en los juicios a las Juntas Militares los hacían esperar en rincones oscuros, no les ofrecían agua ni café, los miraban con desconfianza, aun después de haber descrito cómo los habían vendado, golpeado, torturado en los centros clandestinos. Ahora el clima no es hostil. Ya no hay maltrato. Hay, sí, una contención que Mónica agradeció porque se sintió cuidada en todo momento. Desde que la llamaron por teléfono, hasta que comenzó a dar su testimonio.
La última noche que vio a su amiga
Mónica Beatriz Beherán dice que Alicia Elsa Cosaka era su amiga del alma desde que habían cursado el secundario en el Normal 8 de Buenos Aires. Que en septiembre de 1976 su papá tuvo un infarto, así que fue a visitarlo. Luego regresó a Buenos Aires, donde estudiaba Ciencias Económicas en la UBA. Días depsués su papá falleció y viajó otra vez al norte. Regresó a Buenos Aires el 27 de octubre y al salir de Aeroparque se sorprendió al no ver a Alicia y a su amigo Walter José Marino Pereyra, alias “Pinguito”: habían quedado en ir a recogerla. Mónica fue a la casa de Alicia, en Virrey Liniers 547, adonde vivía gracias a la generosidad de su amiga, que la alojó ahí para que no deambulara por pensiones.
Mónica cuenta al tribunal que con otra amiga llamada Miriam formaban un trío inseparable que se divertía y que, a diferencia de muchos veinteañeros de la época, no militaba. Que Alicia había conocido a “Pinguito” porque había salido seis meses con su hermano “Chacho”, que sí estaba en Montoneros, pero en enero de ese año había dicho que se iba y dejaba todo. La testigo dice que el día que volvió a Buenos Aires estaba tan sumida en su duelo que no se percató del estado de ánimo de su amiga. En algún momento Alicia le dijo que se sentía cansada porque había estado quemando papeles, pero Mónica no repreguntó. Tiempo después, concluyó que “Pinguito”, que también militaba en Montoneros, había convencido a Alicia de operar como correo y por eso ella había quemado los papeles que la vinculaban a la organización. Pero de eso nada sabían ni la familia ni los amigos.
La noche siguiente a su regreso, Mónica, Alicia, y los hermanos de ésta, fueron a jugar bowling a un boliche por Juan B. Justo. La pasaron bárbaro. Volvieron a la casa y se acostaron. Alicia, Cristina y la testigo se quedaron charlando en la habitación que compartían. Como a las tres y media de la mañana, tocaron el timbre, pero Alicia y Mónica dormían profundamente. Cristina bajó a abrir, cuenta Beherán, porque tenía un novio que vivía en el sur y cada tanto venía a Buenos Aires. “¡Abrí! ¡Coordinación Federal!, ¡si no abren la puerta la tiramos abajo!”. Abrió. Entraron cuatro o cinco hombres, la mayoría encapuchados. Luego, por los vecinos, la testigo supo que la calle había estado totalmente rodeada de vehículos y de personal de seguridad vestido de civil. Parte de la patota mantuvo a Cristina en la planta baja, pero otros subieron a las habitaciones y despertaron a Mónica, a Alicia y a la mamá. Al hermano de 13 años, no lo levantaron.
Al encender la luz del dormitorio de las chicas, uno de los hombres preguntó quién de las dos era Alicia. “Yo”, respondió ella. “Entonces vos sos Mónica, a la que se le murió el padre”, dijo otro. Entonces sospechó que alguien ya había hablado sobre ellas y que pudo haber sido “Pinguito”. Dos días antes había sido secuestrado y llevado a Campo de Mayo. Aclara la testigo que, de cualquier manera, no juzga a quienes dan información a través de tortura. Uno de los hombres se quedó con Mónica y le ordenó: “No te levantés, ni me mirés. Ponete contra la pared”. Le pegó en la nuca con la culata de una Itaka, pero no le pasó nada. A Alicia le pidieron que se vistiera.
Mientras, los hombres dieron vuelta a los colchones, abrieron cajones, encontraron cartas y les preguntaron con quiénes se escribían. Robaron dinero suelto y lapiceras. Hicieron rapiña. A Mónica le preguntaron si conocía a Walter Pereira. “No”, respondió todo el tiempo, por instinto, aunque sabía que se referían a “Pinguito”, el amigo de Alicia. “No te hagas la pelotuda”, insistieron. Mónica mantuvo la negativa. Luego entendería: no la tenían totalmente ubicada por haber pasado casi los últimos dos meses en Misiones por su padre. No la habían visto con Alicia o “Pinguito”. Recuerda la testigo que seguía contra la pared, y en un momento miró de reojo y el hombre que la vigilaba se había ido. Se asomó por la escalera, y trató de escuchar qué decían, pero ya se estaban yendo. Se llevaban a Alicia.
El operativo duró media hora. Cuando la patota se fue, la madre bajó desesperada las escaleras. Lloraba y se convulsionaba. No podía ni hablar. Las tres mujeres no sabían qué hacer. Fumaron y tomaron café hasta el amanecer. En algún momento localizaron al hermano mayor, que era médico a domicilio, pero tenían miedo porque no sabían si la patota iba a volver a la casa. El papá de Alicia llegó de una fiesta a la que había ido a las nueve de la mañana. Le contaron lo que había pasado y él encaró inmediatamente a Coordinación Federal, para preguntar a dónde se habían llevado a su hija. Lo miraban como si estuviera loco y le decían que no sabían nada de ella.
Mónica les avisó a sus compañeros de la Facultad que no iba a ir más. Los llamó desde diferentes teléfonos públicos y no desde la casa. Ante el tribunal, lamenta la testigo que, desde entonces, sólo ella y el padre buscaron a Alicia, porque los hermanos mayores no quisieron involucrarse. En 1977, un año después del secuestro de su amiga, Mónica trató de volver a la Universidad, pero no salió anotada en ninguna de las tres materias en las que se inscribió, por lo que fue al Departamento de Alumnos a preguntar qué pasaba. Un chico le dijo: “Flaca, andate de aquí, porque si no saliste en ninguna materia es porque te están buscando”. La habían borrado. Su legajo académico se recuperó en 1984.
Después del secuestro, todos los días compraba Clarín porque publicaba la lista de las personas que quedaban a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional): salían de los centros clandestinos. Así supo que “Pinguito” había salido el 15 de junio de 1977. Después de eso, la familia del amigo de Alicia vendió todo y se fue a España.
Cuenta Mónica que durante los primeros años posteriores al secuestro no pudo dormir. Padecía insomnio crónico. Cuando se afilió al Partido Comunista encontró la contención que necesitaba. Empezó a militar y, ahora sí, se involucró políticamente en la realidad del país. Nunca dejó de buscar a su amiga. También dice que la familia de Alicia quedó destruida. El padre, “un alemán grandote que medía dos metros dos centímetros”, no resistió la desaparición de su hija y murió de cáncer. La madre está en un neurosiquiátrico hace diez años. Daniel, el hermano más chico que se quedó dormido durante el operativo, no se habla con los hermanos mayores porque culparon a Alicia de haber puesto en riesgo a la familia. La única que siguió luchando por saber qué había pasado con Alicia fue Mónica.
La buscó durante más de treinta años, sin rastros. En 2009, fue a la ex ESMA, a una visita guiada, pero no pudo entrar a “capucha” y “capuchita”, donde estuvieron los secuestrados: de pensarlo le temblaban las piernas. Sólo recorrió la zona donde se exhiben pancartas, fotos y afiches que avisan: “por aquí pasó”, con la imagen y nombre de cada víctima. Ahí vio la foto de Alicia. Se quedó helada. Había buscado tanto, durante tantos años, y de pronto, casi por casualidad, se enteraba de que su amiga había sido llevada a la ESMA.
***
Alivio. Reparación. Desahogo. Palabras utilizadas por los testigos para describir su ánimo después de cada audiencia. Orgullo. Argentina es el primer país del mundo que juzga a sus represores de manera sistemática.
El relato de Mónica en el juicio fue tan minucioso que, a diferencia de otros testigos, no hubo interrogatorio por parte de la querella ni de la defensa. La fiscal sólo le pidió que repitiera la dirección de la víctima Alicia Cosaka, aun desaparecida. Cuando la presidenta del tribunal le dijo que podía retirarse, Mónica se despidió con tres “buenos días”. Uno para los jueces, otro para los fiscales y querellantes, y el último para los defensores. A los represores ni los miró. Tampoco quiso voltear hacia la decena de personas que conformaron el escaso público de esa jornada. No quería descubrir ninguna cara conocida. La cámara oficial que había filmado su testimonio, como el de todos los testigos, se apagó en cuanto salió de la sala.
La tensión de su cuerpo se evaporaba, aunque ahora enfrentaba una ebullición emocional. Se sentía diferente. Contar su historia en voz alta, ante tanta gente, le había provocado un consuelo que no esperaba. Estaba aliviada porque, pese a que no paró de hablar casi durante una hora, nadie la interrumpió, la dejaron decir todo lo que quiso, como quiso, sin distraerla. Empleados del tribunal la llevaron otra vez al despacho en el que suelen esperan los testigos. Mientras se tomaba un té, dio las gracias a los funcionarios judiciales. Cuando salió de los tribunales de Comodoro Py, eran las once y media de la mañana.
Ahora sólo resta esperar a que el juicio terminara para regresar a escuchar las sentencias, a fines de 2014. Mientras llega el día, Mónica cuida la salud que ha recuperado por completo, casi como un milagro, después de que le extirparan el tumor en la cabeza. Y disfruta su vida, como ha hecho siempre.
Aquella tarde, Mónica fue a la reunión semanal de Barrios por Memoria y Justicia, la organización que fundó hace casi siete años junto con otros compañeros y que desde entonces interviene las calles de Buenos Aires con cientos de baldosas en recuerdo de los desaparecidos. La de su amiga Alicia la pusieron el día de su cumpleaños, el 23 de abril de 2007, en la vereda de la casa donde la secuestraron. El día de su declaración estaba agotada, se quedó poco. Caminó a casa, tomó un té con leche y se acostó. Esa noche, por fin, pudo dormir en paz.
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