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El padre Gustavo Carrara, del Equipo de sacerdotes para las villas, está a cargo de la parroquia Santa María del Pueblo de la Villa 1.11.14. Es el referente indiscutido en esa zona del Bajo Flores. Ahí comenzó a funcionar en 2010 uno de los Centros de Acceso a la Justicia, nexo con otros programas y miradas, no solo desde jurídico sino desde la justicia social. Cómo y dónde sobrevive el espíritu de los sacerdotes Mugica y Ricciardelli.
Por: María Eugenia Ludueña / Fotos: Leo Vaca.Hay un hombre muerto en la parroquia Santa María Madre del Pueblo, en el borde de la Villa 1.11.14. O en el BF, como le dicen los vecinos al Bajo Flores. Los restos del padre Rodolfo Ricciardelli viven en esa iglesia húmeda, techo de chapa y puertas abiertas a la avenida Perito Moreno. A Ricciardelli lo custodian imágenes de su familia: Carlos Mugica, la Virgen de Luján y el “Negrito Manuel”, el esclavo que cuidó una imagen de la Virgen de Luján en el Río de La Plata Con Mugica fueron fundadores del primer equipo de curas villeros. Su amor por la cultura popular lo hizo peronista y pasajero del avión que regresó Perón en 1973. Invocando a esa Virgen encaró el resto: fundar la parroquia, resistir a las topadoras de la dictadura en el Bajo Flores y acompañar a los familiares de cinco catequistas desaparecidos -entre ellos, Mónica, hija de Emilio Mignone, abogado y fundador del CELS-. Dejarse convertir por los más pobres. Acompañarlos y defenderlos aunque la justicia pareciera confinada al reino de los cielos. La obra del padre “Richard” también tiene custodia: el párroco actual, Gustavo Carrara.
Se vieron algunas veces, tampoco tantas, desde que Carrara se sumó al Equipo de sacerdotes para las villas de la Ciudad de Buenos Aires, donde Riccardelli era el bastión. Charlas breves, encuentros y un retiro en Los Toldos. Al padre Gustavo se le grabó una imagen de “Richard”: “La pastoral popular tiene que ser el tronco desde el cual broten las ramas de las distintas acciones contra la pobreza”.
Ahora dicen que la culpa la tiene el padre Gustavo. De lunes a viernes, los vecinos hacen fila frente a la sacristía de 2 x 4, a metros de la iglesia. Quizás sea algún tipo de guiño: donde Ricciardelli guardaba las hostias y el vino de misa, hoy se apilan carpetas, empleados, dos computadoras y tres escritorios del Centro de Acceso a la Justicia (CAJ). “¿Quién está para el abogado? ¿Para ANSES?”, preguntan Aníbal y Marcelo, dos de los operadores, mientras reparten números. La gente no necesita hacer cola: atienden todos los días hábiles de 10 a 17. Pero los vecinos se han acostumbrado a esperar y llegan temprano.
El CAJ funciona en el predio de la parroquia Santa María del Pueblo, donde un equipo de tres sacerdotes -Carrara y los curas Hernán Morelli y Nicolás “Tano” Angelotti- articulan un engranaje de organizaciones de alto impacto. El CAJ, el Hogar de Jóvenes, el Hogar de Ancianos, de Mujeres, la guardería, el nuevo secundario Santa María del Pueblo, el Club Atlético de la parroquia, la orquesta, la murga, y a tres cuadras, el Hogar de Cristo Obrero, los talleres y el comedor. Uno de los puntos de trabajo más fuertes y reconocidos es el intenso trabajo que la gestión de Carrara realiza con adictos a las drogas. Para ellos, la Iglesia despliega toda una serie de estrategias, con hogares a medida de cada etapa: desde colchones donde tirarse a dormir cuando llegan quebrados, hasta casas donde aprenden a reutilizar el dinero, ya casi recuperados. No es casual que todos los esfuerzos apunten radicalmente a los más chicos: el 43% de los habitantes de la 1.11.14 son menores de 17 años.
“El problema no es el consumo sino la exclusión social grave. Ese es el único rival. La orfandad en los vínculos. Muchos de los chicos que llegan no están inscriptos, no tienen estudio ni capacitaciones. Nosotros trabajamos desde la mística de una familia grande que incluye y acompaña”, dice Carrara.
Una charla a solas con Carrara sólo puede darse en el interior de la iglesia. Al entrar, saluda con sus ojos a la Virgen y se persigna. Una mujer se acerca: “Padre, mire lo que encontré”, dice y deja una bolsa enorme junto a uno de los bancos. Carrara le agradece, es el único momento en que sonríe. De jeans y buzo deportivo con el escudo de la Virgen -el que usan los estudiantes del nuevo secundario-, el padre habla en voz baja y mide el peso de cada palabra. Sus gestos adustos convocan el perfil bajo. Se ha negado siempre a fotografiarse con el barrio de fondo, a recorrer los pasillos con una cámara. “Esto no es Hollywood”, aclara.
Nació en Lugano hace cuarenta años, la misma edad que está por cumplir la parroquia. En 1975 la Iglesia reconoció que, aunque esos terrenos figuraran –y figuren- en los mapas de la ciudad como un espacio verde, había calles, pasillos, pueblo. “Parroquia”, repite el padre Gustavo, “una casa al lado de la otra”. Hoy además de esa iglesia, en las inmediaciones hay tres capillas.
A los 15 ya era seminarista. Jorge Bergoglio lo ordenó sacerdote en 1998. En la parroquia San Cayetano de Liniers aprendió sobre la piedad popular y entendió algo acerca de la relación entre el pueblo y el patrono del Pan y Trabajo. Trabajó allí entre 2003 y 2006. En esa iglesia, un abogado y un trabajador social, enviados por el Ministerio de Justicia, orientaban a los fieles ante demandas concretas. Carrara no estaba aún en el equipo de curas villeros, pero miró la idea con entusiasmo. Un día, el entonces cardenal Bergoglio le sugirió como destino la iglesia Nuestra Señora de Fátima en el barrio Ramón Carrillo en Villa Soldati.
“Cuando fui nombrado párroco, en 2007, escribí al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos para pedir la apertura de un centro de atención que resolviera las demandas del barrio, algo parecido a lo que había visto en Liniers. Y funcionó. Cuando llegué acá a la 1.11.14, en 2009, pedí otro centro. ¿Cuál es la intencionalidad? Que el Estado haga pie en el territorio y dé respuestas concretas. Como consecuencia, eso aporta una mirada diaria de lo que pasa”.
El CAJ de la 1.11.14 se inauguró el 18 abril de 2010, bajo la incipiente gestión de Florencia Carignano en la Dirección Nacional de Promoción y Fortalecimiento para el Acceso a la Justicia, actual Subsecretaría de Acceso a la Justicia. “Vinieron el ministro de Justicia Julio Alak y el padre Pepe. Hablamos de abrir estos centros en otros lugares. Se posibilitó que el CAJ hiciera nexo con otros programas y miradas, no solo desde jurídico sino desde la justicia social. Haber empezado aunque sea en un edificio prestado por la Iglesia marca las ganas de hacer cosas, de quedarse”, dice Carrara.
El abogado de la parroquia
En los primeros meses, a Ariel el “Tigre” Pereira –abogado desde el primer día en este CAJ- los curas lo iban a buscar a la esquina de Perito Moreno y Cruz. Ariel era “el abogado de la parroquia”, atendía solo, de lunes a viernes de 10 a 17. Hoy es el alma máter de un equipo interdisciplinario que articula con programas y políticas públicas. “Al principio no atendíamos tantos problemas legales, para poder reclamar un derecho tenés que tener un DNI y había mucha gente indocumentada”, cuenta Ariel. “Con el tiempo, trabajamos con otros ministerios, ANSES, la Defensoría de la Nación y otros organismos”.
La oficina es tan pequeña que una de las operadoras se acerca al abogado y le susurrar al oído la historia de la joven que acaba de llegar. Pereira la saluda y se sienta a escucharla. Su rostro se endurece: la chica cuenta que descubrió una situación de abuso sexual en su familia.
Hoy el CAJ atiende a más de cien personas por día. Asignación Universal por Hijo, jubilaciones, documentación, mediaciones. En el equipo hay una trabajadora social, dos psicólogos, dos mediadoras, operadores. Es enlace con otros programas como el de readaptación social para los privados de libertad, solución de trámites migratorios, reincidencia. Trata de dar solución legal a temas de familia, régimen de visitas, alimentos, conflictos entre vecinos. Recibe consultas laborales por servicio doméstico. Tramita la tarjeta SUBE y entrega los sintonizadores de la TV Digital Abierta.
La identidad del BF
“En el barrio aprendés la injusticia que padece la gente a diario. Parece increíble que a 20 cuadras de una ciudad moderna, con parques y edificios sofisticados, acá falte todo. Lo mínimo de urbanización –los caños, algo parecido a una cloaca- lo hizo la gente con trabajo, esfuerzo y sacrificio. Los megaedificios los construyen muchos obreros que viven acá”, dice Pereira. Obreros, empleados de limpieza, trabajadoras domésticas, costureras. Todos ellos hacen a las identidades del BF o “Bajo Fló”, donde cada comunidad -bolivianos, paraguayos, peruanos- tiene su sector, su cultura y sus deidades. Como la Virgen de Copacabana, una de las más populares.
El próximo turno le tocará a María, 42 años, y nieto a cargo. Un sábado de octubre del año pasado, en una vivienda de Bonorino al 1800, su hija, Florencia, discutió con el novio. El hombre le arrojó nafta en el pecho y la cara, y la prendió fuego. Florencia salió envuelta en llamas a pedir auxilio. María llegó desde Bolivia cuando su hija estaba en coma en el Instituto del Quemado. Mejoró pero sigue internada por las secuelas. En breve le darán el alta.
Detrás está María Rosa Gaona, mamá de cuatro hijos. Uno de ellos, Luis Miguel, cursa la nueva secundaria, un Bachillerato con Orientación en Comunicación, junto a otros 33 estudiantes. Por ahora solo tiene un curso y varios pisos en construcción para futuras aulas. “Los padres les hablan mucho. Le enseñan cosas. A veces me da miedo cuando mi hijo va a la escuela. Ni siquiera puede vestirse como quiere, usar gorra, lo confunden con un vago. Pero yo sé que Dios me va a ayudar. La Justicia, no sé”, dice y amamanta a su hijo menor. Más de una vez ha pensado en reclamar alimentos al padre de los hijos: “Pero me da miedo que al final un juez me termine sacando a los chicos”.
El padre Carrara dice que va a llevar tiempo. “La idea de la Justicia como algo inaccesible, que castiga a estos sectores, se va revirtiendo con la presencia del Estado en los distintos órdenes. Antes sólo llegaba por el delito. El CAJ fue llamando la atención de otras áreas del gobierno nacional y de la Ciudad. Hoy contribuye a la Justicia Social, a un estado de derecho. El cartel del Ministerio de Justicia empieza a representar otras cosas”, dice Carrara.
De fondo se escucha el ruido de los camiones. Descargan arena en el patio de la parroquia para construir más aulas. Las obras del secundario se financian con donaciones de particulares. El primer impulso lo dieron los recursos enviados por el arzobispado, poco antes de que Bergoglio se convirtiera en el Papa Francisco. “Él visitó mucho esta iglesia Ha confirmado, bautizado, ha venido como obispo, arzobispo y cardenal, y también ha direccionado recursos. Pero si esperábamos a tener el dinero, no arrancábamos nunca”.
En la misma vereda, ahí nomás: dos hombres flacos pelean empuñando sus herramientas de trabajo, un serrucho y una gruesa varilla de hierro. Otro intenta robarse una moto y no lo logra. Un joven se afeita en la calle, observa el reflejo de su cara en los vidrios de un auto. La basura se amontona y multiplica en el cordón. Para algunos son cuestiones menores si se las compara a la violencia que sufrió el barrio en los noventa, cuando bandas de paraguayos y peruanos pelearon por el control de la comercialización de drogas. Con uno de los capos muertos y el otro preso, y la Gendarmería patrullando, la violencia –dicen- bajó algunos decibeles. El padre Carrara dice hay menos delitos que hace unos años.
Lo que para muchos de los 60 mil habitantes de la 1.11.14 es mala suerte o maldición, para Carrara es un regalo: “Estar acá, en este barrio, es una gracia de Dios”. Aprende, dice, de la gente. De la fe como motor de lucha frente al dolor y las adversidades, de la solidaridad en el barrio. “Mugica, Ricciardelli, con los pies en el barrio y las manos en el altar fueron los primeros. Hoy esos símbolos se agigantan. Ese primer equipo tuvo la grandeza de empezar con un estilo: escuchar lo que quería el corazón del más pobre. Eso es inspirador para la iglesia y para cualquiera que quiera acercarse a trabajar en un barrio”.
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