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29 de Marzo 2024 - 4:58 hs
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Crónicas sobre el territorio y la Justicia: Villa 3 de Soldati

Barrio Fátima: solidaridad y resistencia frente a la violencia de género

La mayoría de las denuncias que recibe el Centro de Acceso a la Justica (CAJ) de Villa Soldati es sobre violencia doméstica. Un refugio en el corazón del barrio da protección y contención a muchas mujeres. Lo dirige Rosa, que trabaja en conjunto con el CAJ. Los sacerdotes de la capilla Virgen Inmaculada enfocan su lucha contra las adicciones. El relato de las víctimas.

Por: Juan Carrá / Fotos: Mariano Armagno.

Delia tiene tres hijos. No es la primera vez que se sienta en las oficinas del Centro de Acceso a la Justicia (CAJ) de Villa Soldati para pedir ayuda. Hace un año, Sandra e Iris –abogada y mediadora– atendieron su pedido. El marido tomaba mucho y la amenazaba constantemente con dejarla en la calle con los chicos. Sobrio se disculpaba, pero duraba poco. Toda la plata que tenía la gastaba en alcohol o jugando a las cartas. Para Delia y los chicos nada. Ni siquiera después de la última inundación en la que perdieron todo y recibieron la ayuda del Estado con un subsidio. “Se la jugó toda”, dice Delia, que le pidió aunque sea para el pañal del bebé y él le dio 5 pesos.

Aquella vez, en una mediación, él prometió que iba a cambiar, que se haría cargo de la casa. La historia volvió a repetirse y Delia se cansó. “Aunque no me pegue, me dice que me va a echar a la calle y eso me duele”, asegura.

En el CAJ busca asesoramiento y las profesionales le explican cómo hacer la denuncia. Le hablan del 137 destinado a víctimas de violencia familiar. La línea es gratuita, pero Delia no tiene teléfono. Entonces el llamado lo hacen desde la oficina. “En este caso lo que se pide a la Justicia es la exclusión del hogar del hombre y el reclamo por los alimentos”, explica la abogada.

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El CAJ está al borde de Villa 3, barrio Fátima en Soldati, sobre la calle Mariano Acosta, a media cuadra de Castañares. Sandra Corcoglioniti es la coordinadora general. Con ella trabajan administrativos, otros abogados, asistentes sociales, psicólogos: unas diez personas que hacen de todo.

No hace mucho que están ahí. Antes funcionaban al lado de la capilla Virgen Inmaculada. Sandra insistió para mudarse sobre la avenida. Por la puerta pasa el Premetro que bordea los asentamientos de Soldati. La gente puede llegar más fácil. Los curas villeros les dieron el espacio para la nueva sede que se levantó pegado con el Hogar de Cristo Juan Pablo II.

Graciela –jeans, botas, camperita de cuero, pañuelo al cuello– espera sentada en un banco dentro del CAJ. Son las 11.30 de la mañana y a las 12 tiene una mediación. Trabajó en negro durante nueve años en una casa de familia en Mataderos. Hace unos días, la echaron y no le pagaron un peso. Ella dice que su patrón la quería echar desde antes. Y que le había tendido una trampa para hacerlo con causa: una mañana Graciela barría una habitación cuando encontró, debajo de la cama, un fajo de billetes de 100 pesos. Enseguida lo llamó por teléfono y él se hizo el agradecido. Graciela está segura que se lo dejó a propósito. Se hacen las 12.30 y ni noticias del jefe. En el CAJ le explican a Graciela que el trámite sigue en el Ministerio de Trabajo.

Muchas mujeres de Soldati van al CAJ para pedir ayuda. En la semana, se atienden un promedio de 4 o 5 consultas por violencia de género. Los lunes, después del fin de semana, es el peor día.

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Rosa Ortega tiene 45 años, es paraguaya y llegó a la Argentina por primera vez junto a sus padres cuando era una nena y se quedaron hasta que ella tuvo 12. Después volvió a Paraguay, pero por poco tiempo. Hace 30 años, es una de las habitantes del Fátima.

Pero no es una más: es la referente del Refugio Mujeres Unidas en Acción y es la presidenta de la junta vecinal. Basta verla caminar por los pasillos para notarlo. Vestida con un buzo polar marrón, se cubre del frío de la mañana de invierno y camina la villa. Una moto con dos chicos desvía su camino para saludarla. En la esquina una mujer frena y le pregunta algo en guaraní, Rosa responde, le da un beso y sigue. Así, todo el tiempo. La casa de Rosa son los pasillos y el refugio. Ahí pasa gran parte del día. 

En el refugio la espera N.: paraguaya, 33 años y tres hijos. Su marido la abandonó. “Un día dijo que se iba a Junín por un trabajo, pero se fue con otra mujer”. La frase no sale de la boca de N., sino de su hija de 11 años. N. escucha y llora. Solamente afirma con la cabeza mientras la nena cuenta.

Hace tres años, N., su pareja, su hija y su hijo, de 13 años, llegaron a la Argentina desde Paraguay. Viajaron porque el chico necesitaba operarse de los pies. Mientras se recuperaba, la familia alquiló una pieza en Fátima. Ahí nació el tercer hijo de la pareja, ahora de un año y medio. Después de ese nacimiento empezaron los problemas. El marido de N. se fue. “Mi papá tiene otra mujer, lo llamamos pero ella atiende y nos dice que no lo molestemos más”, dice la nena casi sin respirar.

Hoy N. y sus tres hijos viven en el primer piso del refugio.

La chiquita está sentada en un banco largo de madera junto a su mamá. En la pared, un pizarrón verde enorme, se muestra como un cuadro. También hay libros. La poca luz del cielo plomizo se cuela por una pequeña ventana. Debajo, un colchón de dos plazas con varias mantas.

La historia de N. tiene una parte que su nena no sabe o no cuenta. Rosa dice que llegó a ella una noche, asustada. Desde que se había ido su marido, tuvo que dejar la pieza que alquilaban. Consiguió otra. Pero para pagarla, la dueña del lugar le pedía un trabajo extra: ser su mula. La mujer la llevaba a las afueras de Fátima, le ponía cocaína debajo de la ropa y la hacía volver a casa. N. caminaba adelante, la mujer detrás, vigilándola. Por cada viaje le daban 200 pesos. “Tomá, juntá para el alquiler”, recordó Rosa que le decían a N.

“Antes de que vayas presa, venite acá”, le dijo Rosa aquella noche. N. agarró sus mantas y se fue con los chicos para el refugio. Ahí está hace unos siete meses.

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Sandra atiende la mayoría de los casos de violencia de género que llegan al CAJ. A la hora de recordar, son dos los que se le vienen a la cabeza. El primero, el de una chica a la que el marido había molido a palos. En un descuido de él, se escapó de la casa con sus cuatro hijos. Llegó al CAJ golpeada y sin nada. Ahí la recibió Sandra y el equipo. La asesoraron y la acompañaron a hacer la denuncia. En la casa había dejado la ropa. Y no podía volver. Desde el CAJ la contactaron con el padre Pedro y solucionaron el tema con el ropero comunitario. Rosa le dio cobijo. “La chica era del interior, no tenía a nadie en la villa”, recuerda Sandra.

Es miércoles y en el refugio además de Rosa están “los abogados”. Así les dicen los vecinos, aunque no todos los que trabajan en el CAJ itinerante lo son. La lluvia rebota en la vereda y entra por las puertas abiertas. La gente se acumula adentro del refugio. La mayoría de ellos son inmigrantes: buscan regular su ciudadanía o renovar los documentos de los chicos. También hay quienes piden comida, trabajo, pintura, herramientas, la jubilación, algún subsidio, un techo. Ayuda, protección. En el refugio, Rosa llegó a tener hasta cuatro mujeres con sus hijos.

El piso de cemento alisado, un sillón, un mostrador con más cosas de las que puede sostener y un gendarme que custodia el refugio. “A muchos punteros no les gusta que la Gendarmería esté en la villa”, cuenta Rosa. Ella cree que detrás de esa gente, también se encolumnan los transas.

En el barrio viven unas 20 mil personas. La mayoría de la comunidad boliviana, paraguaya y peruana. Para graficarlo, Rosa habla de su casa: “Acá vivimos nosotros: mis siete hijos, cuatro nueras, y sus chicos”. Ese esquema se repite en cada casa de la villa: todas de material que crecen hacia el cielo a medida que quedan chicas.

Hoy en su casa hay olor a pollo. Las paredes están abarrotadas de cuadros y fotos. Ella con Néstor Kirchner, ella con la Presidenta, sus hijos, la Virgen de Caacupé. Como está poco en su casa, es Mónica –paraguaya, 22 años, un hijo de año y medio- la que cocina. Llegó a la casa de Rosa con la cara lastimada por los golpes de su pareja. Hace tres años que vino a la Argentina para trabajar en casas de familia. Arrancó en San Justo, siguió en Pompeya en una fábrica de papeles y llegó a Soldati. Conoció a su novio y enseguida se juntaron y tuvieron un hijo.

“Después de que nació el nene empezamos a estar mal”, cuenta Mónica. Su pareja le pegaba cada vez que discutían. Hasta que se cansó y fue al refugio. Se quedó bajo el ala de Rosa hasta que en el CAJ itinerante le tramitaron el subsidio habitacional. Así pudo volver a alquilar. A su casa sólo vuelve a dormir. Prefiere estar junto a la mujer que la sacó del infierno.

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“Si tenés problemas con las drogas o el alcohol podemos ayudarte”, se lee en un pasacalles que cuelga sobre la calle Mariano Acosta, pegado al CAJ. Detrás, una cancha de fútbol. Es la parte de atrás del Hogar de Cristo. Ahí, los padres Pedro y Gastón trabajan con un equipo de colaboradores y para sacar a los vecinos de Soldati de las adicciones.

Es mediodía en el Hogar hay olor a comida. El televisor de 14 pulgadas transmite un partido de fútbol. Alrededor unas cinco personas miran y comentan el marcador. Más atrás, la mesa ya tiene los platos y los vasos puestos. El salón es grande. Pedro charla con una de sus colaboradoras. Lleva el cuello clerical desabrochado y viste un viejo pulóver azul, pantalón gris y zapatos náuticos marrones, sin lustre, con barro.

Pedro tiene 43, hace 15 es sacerdote y 5 que llegó a Soldati. De chico, dice, misionaba en las villas tras el ejemplo de Mugica, pero después de ordenarse, en 1999, su destino fueron los colegios religiosos. Hasta que pidió ir a un barrio. No pensaba en Soldati, tampoco en las villas. “Es muy bueno lo que se hace ahí, pero no es para mí”, pensaba. “Tengo un lugar para vos”, le dijo hace cinco años el hoy Papa Francisco. Pedro aceptó con gusto y, a la distancia, dice que fue la mejor decisión. “Acá aprendí todo de nuevo”, recuerda entre risas.

Mientras Pedro cuenta su llegada a Soldati, una de las chicas del Hogar le muestra unas cruces de madera que encontró en la calle. “Son hermosas, se las podemos dar a los chicos”, dice el cura y la mujer asiente y le pide que las bendiga. Pedro pone su mano sobre las cruces, cierra los ojos unos segundos y ya está.

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Rosa coincide con el padre Pedro en que el problema de las adicciones es el origen de otros problemas que hay en el barrio. “Les damos trabajo a los pibes del paco”, cuenta Rosa y señala en su casa las carretillas y herramientas de albañilería que, por la lluvia, están guardadas.

La forma de sacar a los pibes de la droga es con trabajo. Muchos de los pasillos de la villa eran antes de tierra y ahora son de cemento. Desde las 7.30 de la mañana hasta las 4 de la tarde los chicos trabajan y se ganan sus pesos. De paso, aprenden un oficio que les permite hacer unas changas.

En el Hogar, un chico de 15 años le agradece al padre Pedro por haberlo sacado de la droga. Él no quiere llevarse el crédito y le habla del trabajo en el equipo. “Llegué al hogar amanecido”, cuenta el chico. Su historia es una más de las que hay por Soldati: por drogarse perdió todo. Desde que está bien –lleva dos meses– fue recuperando los vínculos. Menos con su padre. “Él vendía paco, yo fumaba con él en mi casa, pero mi mamá lo echó y ahora estamos re bien”, cuenta ante la mirada sonriente de Pedro, que le pide que vuelva al grupo de apoyo que ya está en marcha. “El grupo es sagrado”, dice el cura en voz baja y se suma a la ronda.

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