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La cobertura de los diarios tradicionales sobre la masacre de Trelew fue un anticipo de lo que vendría después, con la dictadura de Videla & compañía. Fue, en palabras de Blaustein, “el préstamo de un gran megáfono privado para la repetición monocorde de una única versión oficial, castrense, perversa, banal, brutal”.
Para quienes, como supone uno sobre los lectores de Infojus Noticias, están lo suficientemente ejercitados en la lectura crítica de los medios, y que conocen algo sobre el nivel de aberración en el comportamiento de nuestra (¿?) prensa durante la dictadura, no debería sorprender que la cobertura de los diarios tradicionales sobre la masacre de Trelew fuera apenas el préstamo de un gran megáfono privado para la repetición monocorde de una única versión oficial, castrense, perversa, banal, brutal. O quizá sí podría sorprender. Porque aquellos tiempos medios del lanussismo eran de retroceso militar, de ascenso popular, de libertades ganadas a las piñas, de movilizaciones y alegría en las calles, aun a contramano de la represión de la época. Sólo el horror extremo de la dictadura nos enseñó que efectivamente a los años de Lanusse se los podría calificar como dictablanda.
Y sin embargo Trelew. Y sin embargo, esto es lo central, porque “no era necesario” ni se respiraba tanto horror en la Argentina de 1972, se necesitó una vez más que un sistema de medios tradicional, conservador, privado, pusiera el así llamado periodismo al servicio de las necesidades de un Estado terrorista. O que se mintiera tan aviesamente sobre lo que pudiera pasar con un puñado de guerrilleros, a los que seguramente los directivos y lectores paradigmáticos de esos diarios temían por una doble vía: la del infantilismo y la del fanatismo. Ese odio y ese terror sordo, un poco tonto, de los sectores conservadores a la guerrilla, el peronismo combativo o no, o las izquierdas, explica no sólo una cobertura periodística particular, la de los hechos de Trellew, sino el conjunto de operaciones mediáticas y políticas previas al golpe del 76 y todo el nutrido acumulado de ilustre mierda (con perdón) que vino después de parte de diarios que en democracia se llenarían la boca con ya sabemos qué: democracia, república, autoritarismo, totalitarismo, libertad de prensa.
Mintieron a lo pavo, por supuesto, los grandes diarios argentinos tras Trellew, haciendo lo que desde el 24 de marzo de 1976 (y bastante antes, en el gobierno de Isabel Perón también) sería sistemático, mecánico, masivo: hacer de magáfono entre idiota y sibilino. Limitarse a amplificar un parte de guerra oficial o aun peor, amparar la ominosa mentira en esas figuras retóricas sinuosas del periodismo viejo y el presente como “fuentes habitualmente bien informadas”. El título de La Nación anticipa un muy triste clásico de los años de la dictadura siguiente, el uso de un verbo muy particular, –abatir- en este formato: “En Trelew abatióse a quince extremistas”.
Escribí en Decíamos ayer. La prensa bajo el Proceso sobre esas modalidades verbales: “Designóse, nombróse, detúvose, abatióse”. Transcribí en esas páginas este comunicado entre miles: “Un delincuente subversivo, miembro de la banda marxista autodenominada 'montoneros', fue abatido por las fuerzas legales”. Añadí: “No hay que tener un master en semiótica para detectar que las palabras cargadas de connotaciones negativas derrotan 6 a 1 a la expresión positiva "fuerzas legales" y que entre las seis y la una media la presunta neutralidad del verbo abatir, también usado para aludir a la muerte de búfalos u otras bestias, para referir al derribo de cazabombarderos o al paso calamitoso de un temporal”.
Otra cosa que recuerdo haber sentido fuertemente cuando investigaba los archivos de los diarios, particularmente las portadas siniestras del viejo vespertino sábana La Razón informando de muertes, muertes y muertes inexplicadas: en Argentina amanecían cadáveres en las calles, las barriadas, casi con naturalidad, como si amaneciera con escarcha.
El lenguaje de la época era la dictadura misma, era parte de un gigantesco y ominoso sistema cultural. Desde Trellew, pero desde mucho antes, a lo largo de décadas de violencia política y simbólica, en Argentina venía siendo así. Uno escucha el primer discurso de Pincohet justificando el golpe en Chile y puede ser nuestro y de 50 años atrás. Va de nuevo: no se trata de sólo de apoyos de los diarios, de complicidades, e intereses, Papel Prensa, de los sectores “del privilegio” pidiendo protección mafiosa a las Fuerzas Armadas. El dictador es el lenguaje y se trata de todo un sistema cultural, hoy a su modo vigente con sus cambios y sus sofisticaciones.
La pregunta es qué pasó en los poquísimos años que separan el horror de Trellew de la primavera camporista y de allí al horror de la dictadura. Escribí “horror”. ¿Pero hubo efectivamente tal horror por Trellew en la dudosamente llamada opinión pública o solo en minorías? ¿Qué dirían los resultados que aportara una brigada de encuestadores de Julio Aurelio o Poliarquía si los enviáramos al 72, al 75, al 76? ¿Cómo fue que de manera vertiginosa el aura de los guerrilleros buenos pasó a la categoría crítica y distante, muy popular, de los “tirabombas” y luego “la subversión”. ¿Qué hicieron tan mal los tirabombas para merecer su aislamiento y su desprestigio?
Si es por la negación del horror, ya sea en 1972 o 1976, se me ocurre una respuesta posible entre muchas, apenas angular, basada en un recuerdo personal. Yo era una auténtico estúpido imberbe de 14 años cuando Trellew. En esos años tomaba clases particulares de matemáticas para enfrentar un examen en el nacional Buenos Aires. Hijo de padres zurditos, hermanos ídem, ambiente igual, no me creía, como tantos, la versión oficial. Cuando comentamos la noticia de lo sucedido en Trellew con la vieja profe de matemáticas, una buena persona que, caramba, se llamaba Pía, le dije con la obvia soberbia de mis 14 años que la versión oficial era un verso, que los guerrilleros habían sido masacrados.
La respuesta de aquella profe viejita es una clave cultural de lo que las sociedades prefieren no ver: “Ay, no. No me digas eso”. No querer saber, no querer escuchar ni enterarse. En el y75, 76, fue que prevaleciera largamente la demanda de orden a la demanda de libertad. Si hay que hacer un trabajo sucio que lo hagan otros y a esconder la cabeza. Y si se trata de los medios conservadores, a esconder la suciedad de ese trabajo triste pero necesario, ya no bajo la alfombra, sino hasta lo más profundo de la tierra, junto a la cantidad de cadáveres que sean.
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