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Sandra Wierzba se pregunta sobre cómo persisten los planteos de muerte digna ante los tribunales, si "ya contamos con una ley específica al respecto". La Ley de Muerte Digna contempla el derecho de los pacientes que padecen enfermedades irreversibles o incurables.
Las decisiones judiciales vinculadas a la “muerte digna” siempre conmueven a la sociedad. Aunque esté en juego la vida de un único individuo, cuya salud está extremadamente comprometida antes de la intervención de la Justicia, aquello que se diga en su caso se asume como trascendente y acaso como cercano a una respuesta que todos buscamos, aunque sea secretamente. La sentencia recientemente dictada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso “D., M. A. s/declaración de incapacidad” (7/7/15), renueva tal escenario.
Se trató el caso de una persona que permaneció más de sus últimos veinte años de vida en estado vegetativo, cuyas hermanas y curadoras pidieron el cese y abstención de todas las medidas de sostén vital, con el aval de varios prestigiosos Comités de Bioética que afirmaran que su estado era irreversible. Se opusieron a tales medidas algunos integrantes del equipo médico e instituciones religiosas que llamaron a “defender la vida”. El pedido encaminado a garantizar la muerte digna del enfermo, fue rechazado en instancias judiciales inferiores y luego fue acogido por el Tribunal Superior de Justicia de Neuquén, que señaló que no debían judicializarse estas cuestiones, que quedaban ya bajo la órbita de la Ley de Derechos del Paciente (26529/09), modificada por la Ley de Muerte Digna (26742/12). Este criterio fue avalado por la Procuración General de la Nación, que agregó que dadas las circunstancias, era menester adoptar las providencias y acciones para el adecuado control y alivio del sufrimiento del paciente, y en protección de sus derechos constitucionales.
El Supremo Tribunal decidió en este último sentido, destacando el derecho a la autodeterminación y a la dignidad de las personas, valorando la prueba producida por las hermanas del paciente, en el sentido que la voluntad del afectado había sido contraria a la continuación del soporte vital, si él sufría un cuadro como el que de hecho, luego debió soportar. Un detalle de interés humano sobre este punto: informaron ellas que antes del siniestro del que derivara el estado de incapacidad, su hermano había leído una revista que daba cuenta de un caso extranjero, donde la familia de una paciente en estado vegetativo persistente requirió a la Justicia el retiro de medidas extraordinarias de sostén. Ante ello, M. habría expresado que si a él le sucedía algo similar, prefería no seguir viviendo. Y durante el curso del proceso, la Justicia obtuvo un ejemplar de segunda mano, que daba cuenta de la publicación de la nota periodística referida.
Ante el planteo en el sentido que la hidratación y alimentación no eran medios extraordinarios de apoyo vital, sino más bien un sustento que a nadie puede negársele, la Corte acertó al contextualizar las circunstancias de dichas medidas: éstas no eran administradas al paciente por un ser querido suyo, en su hogar, sino en un establecimiento hospitalario, exigiendo la apertura permanente de su intestino delgado para percibir, a través de una sonda, los nutrientes que prolongaban su vida.
Además, entre otros relevantes fundamentos, el Tribunal llamó a no judicializar este tipo de cuestiones, como ya lo hiciera en el precedente F., A. L., sobre el aborto no punible (13/3/12). Y fue muy cuidadoso al expresar que su decisión “…de ninguna manera avala o permite establecer una discriminación entre vidas dignas e indignas de ser vividas…”, aunque se reconociera justamente el derecho del interesado a formular tal calificación, expresada en este caso por sus hermanas.
En los últimos días hemos podido leer y escuchar comentarios de gran interés sobre este caso. Se hizo referencia a un fallo que garantiza el respeto a la dignidad humana, a la vida como un derecho y no como una obligación, al valor de la sentencia dictada en términos de evitar el ejercicio de una “medicina defensiva” tan presente en nuestra sociedad y cuyos altos costos no tienen un fundamento en el real cuidado de la salud. Se habló también del enmascaramiento de la muerte como fenómeno propio de la actualidad, aunque el fin de nuestras propias vidas acaso sea la única certeza existencial con la que contamos.
Ahora bien, una pregunta que surge naturalmente ante un caso como el que motiva este comentario es, ¿por qué se plantea una vez más la cuestión de la muerte digna ante los tribunales, si ya contamos con una ley específica al respecto? Para intentar una respuesta a tal interrogante, vale la pena hacer un breve recorrido histórico sobre el tema.
La Ley de Ejercicio de la Medicina (17.132), ya en 1967 estableció que “Los profesionales que ejerzan la medicina están, sin perjuicio de lo que establezcan las demás disposiciones legales vigentes, obligados a:…3º.) respetar la voluntad del paciente en cuanto sea negativa a tratarse o internarse salvo los casos de inconsciencia, alienación mental, lesionados graves por causa de accidentes, tentativas de suicidio o de delitos… En los casos de incapacidad, los profesionales requerirán la conformidad del representante del incapaz”. Pero esta disposición resultó insuficiente para poner fin a las controversias bioéticas, médicas y jurídicas que seguían presentándose, ante las difíciles circunstancias que impone el fin de la vida, cuando la mentalidad tecnológica propuesta desde la medicina y exigida por la sociedad de consumo, se inclina a hacer durar lo más posible la vida de las personas, aún si están desahuciadas.
Décadas después, se dictó entonces la “Ley de Muerte Digna” (26.742/2012), que dispuso sobre el derecho de los pacientes en caso “…de padecer una enfermedad irreversible, incurable, o cuando se encuentre en estadio terminal, o haya sufrido lesiones que lo coloquen en igual situación, en cuanto al rechazo de procedimientos quirúrgicos, de hidratación, alimentación, de reanimación artificial o al retiro de medidas de soporte vital, cuando sean extraordinarios o desproporcionados en relación con las perspectivas de mejoría, o que produzcan sufrimiento desmesurado, también del derecho de rechazar procedimientos de hidratación y alimentación cuando los mismos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estadio terminal irreversible e incurable (art. 5, inc. g) y asimismo, sobre “El derecho a recibir cuidados paliativos integrales en el proceso de atención de su enfermedad o padecimiento” (art. 5 inc. g). Reguló además las llamadas “Directivas anticipadas” (art. 11), como verdaderas expresiones de voluntad de las personases, referidas a cómo desearían ser tratadas, en caso de tener que enfrentar en un futuro hipotético situaciones de grave riesgo de muerte o discapacidad, no hallándose entonces en condiciones de manifestarse adecuadamente.
El nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, que entrará en vigencia el próximo 1º. de agosto, acoge tal regulación (art. 60), pero innova positivamente en tres aspectos: las directivas anticipadas deben ser otorgadas por personas plenamente capaces; no deben atravesar un proceso formal con intervención de juzgados o escribanos y testigos (aunque ello siga siendo una opción, si el interesado así lo quiere) y puede encomendarse a un tercero (familiar, allegado, etc.), que sea él quien decida en circunstancias que el enfermo se vea impedido de hacerlo.
Pero si se analizan los precedentes que inspiraron la “Ley de Muerte Digna” (y el art. 60 del nuevo Código), se advierte que las historias de vida de los pacientes involucrados transcurrieron por una zona gris, no claramente regulada por la ley.
En efecto, en el caso conocido como M., una joven lúcida que padecía una patología considerada incurable y que le imponía graves sufrimientos pidió que la “durmieran para siempre”, es decir reclamó por su derecho a no asistir a su propia muerte. La joven no era “plenamente capaz” al decidir, como ahora exigirá la ley.
A su vez, en el caso C., S., fueron los padres de una niña que padecía un estado vegetativo persistente desde su nacimiento, quienes pidieron que “la dejaran ir”, es decir, que los profesionales de la salud limitaran el esfuerzo terapéutico, retirándole el respirador artificial. La vida no le dio oportunidad de expresar su voluntad anticipadamente, porque nunca alcanzó la aptitud de discernir, de expresar su intención o de ejercer su libertad. El caso también habría quedado en algún punto fuera de la ley.
Y en el recientemente resuelto caso D., M. A., el proceso debió continuar hasta la decisión por la Corte Suprema, ya que –entre otras cuestiones- se argumentó que el estado del paciente no encuadraba dentro de los requisitos legales, al no resultar probado el carácter irreversible, incurable, o terminal de su patología, ni el carácter extraordinario de las medidas de hidratación y alimentación aplicadas.
En el lenguaje coloquial, el concepto “eutanasia” se identifica con la idea de una acción positiva, directa e intencional tendiente a la terminación de la vida de un enfermo que sufre. Con esos alcances, en la actualidad la eutanasia se halla prohibida en la Argentina (art. 11 L26529 y art. 60 CCyCN) y sólo se admite con claridad en países como Bélgica, Holanda y Luxemburgo, que también prevén la asistencia al suicidio por un tercero no profesional. En cambio, aquello que se observa de manera más generalizada en la normativa comparada, es el reconocimiento al derecho al rechazo de tratamientos médicos, la aceptación de las directivas anticipadas y la regulación de la “muerte digna” o intervenida.
Ahora bien, a la luz de las experiencias comentadas, cabe afirmar que las leyes vigentes en nuestro país sobre muerte digna y el valioso precedente aquí comentado, constituyen hitos que permitirán suavizar el áspero camino al que hoy nos enfrenta la realidad: una extensión cada vez mayor del tiempo de vida de las personas, pero en condiciones que muchas veces afectan el corazón de la dignidad humana. Esas normas nos compelen a no agravar los sufrimientos derivados de tal realidad, mediante procesos judiciales innecesarios. Sin embargo, no cabe exigir a la Ley la solución anticipada de todos los conflictos que el fin de la vida supone en circunstancias como las planteadas, menos aún la respuesta a las preguntas que desde siempre y seguramente por siempre, comprometerán la esencia de la condición humana. Se trata de objetivos que evidentemente, la exceden.
SW/PW
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