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La experiencia demuestra que cada vez que los jueces se ponen a “hacer justicia” los resultados son desastrosos para la vigencia de los derechos y las garantías y, normalmente, esos platos rotos los pagan los más débiles. La actividad del Poder Judicial debe limitarse a realizar el objeto del juramento que hacen sus miembros cuando asumen sus funciones: cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella se deriven
Es frecuente escuchar a algunos ciudadanos, principalmente víctimas de delitos, reclamar a los integrantes del Poder Judicial “que hagan justicia” con tal o cual caso. Reclamo que no se circunscribe a la ciudadanía, sino que incluye a los integrantes del resto de los poderes (gobernantes y legisladores) e, inclusive, a los propios integrantes del Poder Judicial, quienes prometen a diestra y siniestra la realización de una justicia que nunca termina de llegar, colmando de frustraciones y desencanto a sus presuntos destinatarios.
Desde la remota antigüedad los filósofos se han debatido y estrujado el cerebro y la imaginación tratando de definir el concepto de justicia. Desde la tradicional y ambigua fórmula de Ulpiano (justicia es dar a cada uno lo suyo), hasta la moderna concepción de Rawls (justicia es la primera virtud de las instituciones sociales), sólo por citar a uno de los más notables pensadores contemporáneos, se han intentado ingeniosos juegos de palabras sin un resultado satisfactorio, como el que tenemos al definir qué es un electrón o la planta de la yerba mate. Dificultad epistémica (de acceso al conocimiento) que se extiende a un sinnúmero de palabras que empleamos a diario como ciertas y seguras, pero que, a poco que profundicemos en su significado encontraremos que estamos en un verdadero tembladeral. Tal el caso de equidad, libertad, igualdad, y una serie de palabras que han sido los pilares del derecho en general pero que, vistas con detenimiento, no hacen mucho más que responder a nuestras propias expectativas personales de lo que deseamos que signifiquen.
La imposibilidad de definir con certeza un objeto (ignorar de qué se trata, cuáles son sus características, cómo funciona) augura un pronóstico muy desalentador si pretendemos llevarlo a la práctica y ponerlo en acción. ¿Cómo podremos “hacer justicia” si ni siquiera sabemos qué es la justicia? El desolador panorama nos coloca en una suerte de torre de Babel, donde todos hablamos sin cesar, pero no logramos comprendernos, ya que hablamos idiomas diferentes.
Las disquisiciones acerca del concepto de justicia no dejarían de ser tales, meras diletancias y un buen pasatiempo para aquellos que cultivan el arte de filosofar, si no ocurriera que se lo pretenda mezclar y confundir con la actividad que debe desarrollar el Poder Judicial en el marco de las funciones específicas que le atribuye la república democrática.
Reclamar al Poder Judicial que haga justicia es como pedir al olmo que dé peras. Actividad que desde el vamos se encuentra destinada al fracaso ante la imposibilidad de definir siquiera el objeto a perseguir. ¿Entonces qué? ¿Si el Poder Judicial no puede hacer justicia, según pensamos, qué es lo que debe hacer? ¿Nos encontramos frente a una ficción institucional, que simula cumplir una función que siempre está un paso más adelante?
La actividad del Poder Judicial (en rigor, de sus integrantes, ya que en su defecto se tiende a diluir responsabilidades en instituciones etéreas) debe limitarse a realizar el objeto del juramento que hacen sus miembros (defensores, fiscales y jueces) cuando asumen sus funciones: cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella se deriven. ¿Para qué? Para dirimir los conflictos que sean sometidos a su conocimiento y contribuir, en la medida de sus posibilidades, a la paz social y la coexistencia humana. Tarea relevante si las hay.
La experiencia demuestra que cada vez que los jueces se ponen a “hacer justicia” los resultados son desastrosos para la vigencia de los derechos y las garantías y, normalmente, esos platos rotos los pagan los más débiles. La puesta en escena de la visión personal de justicia (de lo que es justo) implica imponer al resto de los semejantes la propia idea de justicia, que no, necesariamente, tiene por qué coincidir con la idea de justicia del resto de las personas. Y, como es obvio, la circunstancia de trabajar de juez no hace acreedor a quien posea ese título de la verdad revelada.
En estos términos “justicia” constituye un ideal personal que, junto a otros valores, nos moviliza en nuestros proyectos de vida y rige nuestros actos (cuando podemos). Pretender que el resto comparta nuestros ideales como los mejores e insustituibles es un enorme acto de prepotencia y autoritarismo, impropio de una sociedad democrática.
En la república democrática, lo único indiscutible es el imperio de la ley (y cuando me refiero a la ley estoy hablando, primero y principalmente, de la Constitución), que debe ser pareja para todos y es la que nos iguala, o debería igualarnos.
Las limitaciones humanas, nuestra pequeñez, nos exigen ser modestos y prudentes a la hora de invocar la materialización de ciertas deidades y, probablemente, debiéramos concentrar nuestros esfuerzos en concretar ciertos mandatos constitucionales, simples y sencillos, fáciles de definir, pero que la vocinglería justiciera suele ocultar y olvidar en sus altisonantes invocaciones.
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