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El periodista Martín Pérez hace un inventario de qué cosas cambiaron en la escena del rock desde el incendio del boliche República de Cromañón, y recupera las preguntas que junto a otros colegas se hizo en aquella oscura noche de 2004. ¿Cuantas de ellas no tienen respuesta?
A nueve años de su mayor tragedia, el rock argentino parece estar terminando de asumir los cambios provocados por Cromañón. Las bandas nuevas se han acostumbrado a no tener donde tocar y su público a recitales casi clandestinos en lugares sin autorización, mientras los festivales masivos se multiplican y son cada vez más corporativos. Las bandas más convocantes se presentan auspiciadas por grandes marcas o en conciertos organizados por el gobierno nacional, provincial o municipal. Hasta sus artistas masivos más independientes han terminado por aceptar el estado de las cosas y se han dejado producir, o están allá lejos, solos y en casi otro negocio. Además, ayuda a terminar de elaborar el duelo el hecho de que cada estrato responsable por la tragedia haya pagado bien caro por sus actos, ya sea judicial o políticamente, con el resultado del final apresurado de un gobierno municipal, la prisión definitiva para los organizadores del show e incluso un destino similar para los integrantes de la banda que nunca llegó a tocar esa noche.
Se podría decir incluso que la mejor demostración de que Cromañón parecería ya ser parte del pasado, es que el último Pepsi Rock celebrado en una apurada y sin terminar Ciudad del Rock ubicada en el Parque de la Ciudad tuvo graves descuidos organizativos que bien podrían haber abierto la puerta a otra tragedia. Pero si el negocio del rock nacional pudo dejar atrás a las víctimas de Cromañón, es porque desde el primer momento nunca se hizo cargo de ellas. Junto con otras bandas -principalmente La 25- Callejeros agitaba a sus fans para acelerar su movilidad social dentro de un rock barrial que presumía de cierta transversalidad. La tragedia los encontró en una carrera ascendente, pero sin haber terminado de ingresar en las grandes ligas. Por eso es que el colectivo rock pudo enfrentar la crisis en términos de ellos y nosotros, y se protegió de la tragedia atribuyéndosela exclusivamente a ellos, a los Callejeros. Y dándole impiadosamente la espalda a Omar Chabán, que ya había sido condenado por el resto de la sociedad.
La fascinación ante su propia popularidad hacía tiempo que había congelado al imaginario del rock, cual Narciso ante su propia imagen, ante los trapos y las bengalas, sacando pecho, celebrando un lugar en el mundo que su colectivo demostró ser incapaz de asumir. O, al menos, de ordenar.
Aquella noche oscura de nueve años atrás me encontró, junto a mis colegas de la revista La Mano, en plena tarea de intentar darle punto final a nuestro número siguiente. La magnitud de la tragedia nos obligó a demorarnos aún más en ese punto final, para agregar una banda negra cruzando la esquina superior derecha de la portada y un inédito editorial donde debería haber ido el sumario. “¿Qué le pasa por la cabeza a quien tira una bengala hacia un techo inflamable, cuando ya ha sido advertido varias veces del peligro? ¿Lo hace porque ya no tolera que nadie le sugiera, diga u ordene nada más, aunque sea para su propia seguridad o bienestar? ¿No hay, quizás, que detectar la llamada de auxilio de una sociedad en profunda crisis, donde las figuras de autoridad están asociadas con represión, hambre y privilegios para unos pocos y rara vez con el bien común?”, nos preguntábamos en esas apuradas líneas escritas de manera colectiva, iniciando una serie de preguntas que el periodismo de rock local ha profundizado y multiplicado desde entonces y hasta ahora, sin poder encontrar nunca las respuestas.
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