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17-10-2015|9:00|Lesa humanidad Nacionales
En abril de 1976

Los libros quemados por el III Cuerpo de Ejército en Córdoba

Fue parte de una represión planificada por el general Luciano Benjamín Menéndez. Prohibieron textos escolares con imágenes que mostraban la pobreza de recolectores de algodón en el Chaco o publicaciones con imaginación ilimitada.

Por: Osvaldo Aguirre

La hoguera ardió ante la mirada de fotógrafos, periodistas y camarógrafos. El Comando del III Cuerpo de Ejército difundió un comunicado de prensa que fue publicado en los diarios nacionales y provinciales. La quema de libros en la ciudad de Córdoba, el 29 de abril de 1976, “fue una puesta en escena que, como toda violencia, se pretendía ejemplificadora y quería generar una profunda cultura del miedo y de la autocensura”, dice Ludmila Da Silva Catela, directora del Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba.

No fue el único episodio de quema de libros en Córdoba durante la dictadura, ya que también se incineraron ejemplares en el patio de la Escuela Superior Manuel Belgrano, en la capital provincial, y en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Y tampoco una acción aislada sino planificada en el marco más amplio de la represión encabezada por el general Luciano Benjamín Menéndez y, dentro del ámbito cultural, de la persecución a estudiantes y docentes, los saqueos de librerías y bibliotecas públicas y particulares y las operaciones de control de la circulación de textos y lectores en instituciones escolares.

En el revés de esa historia, destaca Da Silva Catela, “hubo diferentes estrategias de muchas personas para salvar sus bibliotecas: libros enterrados, escondidos en casas donde no corrían peligro o llevados en valijas de un lado para el otro, pequeñas acciones de resistencia de personas que no eran necesariamente militantes políticos sino docentes o lectores de barrio”.

Vigilancia

El 2 de abril de 1976 el interventor militar en la Escuela Manuel Belgrano, teniente primero Manuel Carmelo Barceló, requisó un conjunto de ensayos y estudios sobre movimientos sociales y procesos revolucionarios de la biblioteca de la institución y ordenó que fueran quemados. Hugo Lafranconi (luego funcionario de la intendencia de Ramón Mestre y designado en 1995 miembro del Tribunal Superior de Justicia de Córdoba), Abelardo Baccar y Lucía Storni Figueroa firmaron un acta en calidad de testigos.

La purga continuó el 19 de abril, cuando la bibliotecaria Lucía Storni Figueroa agregó un listado de libros de Juan Domingo Perón y Eva Duarte “por no responder en su contenido y naturaleza a los contenidos del curriculum”.

El 13 de septiembre de 1976 el delegado militar en la Facultad de Filosofía y Humanidades, mayor Ricardo M. Romero, ordenó retirar unos 300 títulos de Hegel, Feuerbach, Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao, Ernesto Guevara, Lukacs, Ernest Bloch, Roger Garaudy, Herbert Marcuse, Louis Althusser, Paulo Freire “y cualquier otra obra que pertenezca al mismo corte ideológico”. Los libros permanecieron en un depósito del Pabellón Residencial de la ciudad universitaria hasta octubre de 1983, cuando una resolución del nuevo decano los devolvió a su lugar.

La vigilancia sobre los lectores incluía también la irrupción de policías y los controles de documentación en las salas de lectura de las bibliotecas públicas y las inspecciones de los ficheros y los registros de usuarios. “Un libro en tu casa, en tu biblioteca, en tu portafolio, podía representar la muerte”, dice Da Silva Catela.

Los interdictos

La Biblioteca de libros prohibidos, en el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba, reúne precisamente obras que fueron censuradas en diferentes períodos históricos, con una frase tomada del decreto de prohibición de La torre de cubos, de Laura Devetach: “por tener fantasía ilimitada”. La sala se renueva anualmente, y la última actualización estuvo dedicada a libros que fueron perseguidos como parte de la represión a la diversidad sexual.

“Había decretos de interdicción total de las obras, decretos de interdicción del autor y decretos que pretendían sacar ciertas páginas o fotografías, por ejemplo en el manual escolar Dulce de leche, donde se prohibían imágenes que mostraban la pobreza de recolectores de algodón en el Chaco –puntualiza la directora del Archivo-. Durante mucho tiempo pensamos que las censuras eran producto de la brutalidad de los represores, pero si uno hila fino y observa cómo están escritos los decretos puede ver que por detrás hubo historiadores, sociólogos, gente de Letras”.

La directora del Archivo también destaca algunos episodios todavía poco conocidos, como la prohibición de la revista Atalaya, de los Testigos de Jehová, dentro de las acciones de persecución contra los miembros de esa religión, a los que los militares pusieron en la mira por su postura ante los símbolos nacionales. “Muchos estudiantes primarios y secundarios fueron expulsados de las escuelas por ese motivo”, señala.

“Los enemigos del alma argentina”

La fogata del 29 de abril de 1976 tuvo como escenario el Regimiento 14 de Infantería Aerotransportada, camino a La Calera. Frente al cuartel se encontraba el despacho del general Menéndez. El teniente coronel Jorge Gorleri recibió a los periodistas y dijo que los libros, cuidadosamente apilados en el patio, “surgieron de allanamientos a centros de distribución que se dedicaban específicamente a este tipo de difusión”, en alusión a librerías y bibliotecas particulares. Según el diario La Nación, “fueron quemados miles de ejemplares de libros y revistas”, desde títulos de de literatura general –El principito, de Antoine de Sainte-Exupery, entre otros- a ensayos y biografías de personajes históricos.

En el comunicado oficial del Ejército, el general Menéndez hizo una comparación explícita entre el hecho de quemar libros y la desaparición de personas al afirmar que “de la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”.

Mientras los libros ardían ante la mirada de los periodistas, otros sucesos en apariencia pequeños permanecían ignorados. “Siempre hubo alguien que guardó alguno de los libros que los represores querían destruir. Todavía hay gente que viene y los trae”, dice Ludmila Da Silva Catela.

OA/PW

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