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6-7-2013|9:45|DD.HH.Especiales

"Los únicos días con mi mamá en la ESMA"

 

Por Vanina Escales

Los bebés recién nacidos no ven nada con definición, apenas luces y sombras que se mueven. Si fuera de otra forma, Guillermo Perez Roisinblit podría haber recorrido con su vista el subsuelo del Casino de Oficiales de la ESMA, donde su mamá lo tuvo. Pasó una vida hasta que volvió a este lugar. En su vida anterior se llamaba Guillermo Francisco Gómez. Hoy lo acompañamos en una visita al último lugar donde estuvo su madre. El capitán Jorge Tigre Acosta llamaba al lugar con orgullo “Sardá”, en alusión a la maternidad pública de Buenos Aires. Dentro de los alcances del poder de muerte sobre los detenidos desaparecidos también estuvo el de decidir quién vivía. Algunas embarazadas pudieron terminar la gestación, otras murieron en las salas de tortura.

En el sector del sótano donde nació Guillermo el 15 de noviembre de 1978, el techo está tiznado, como si en algún momento hubiera habido un incendio. El resto conserva el color gris del cemento y las vetas de la madera que sirvieron de molde para hacer las placas que nos separan del piso de arriba: el salón Dorado, con su lujo setentista. Una vez que se baja por las escaleras, el espacio aparece a la derecha, a lo largo. Por alguna razón arquitectónica, los sótanos tienen techos bajos; en este, parece querer unirse al piso y diez columnas lo mantienen en su sitio.

Jorge Magnacco es el médico obstetra que asistió el parto de Patricia Roisinblit, la mamá de Guillermo, y el de otras embarazadas que pasaron por la ESMA. Está condenado desde 2005 por el plan sistemático de robo de menores. Tras un período de prisión domiciliaria, y tras violar su beneficio, volvió al penal de Marcos Paz donde debe terminar de cumplir su sentencia. Fue el primer asesino escrachado por la agrupación H.I.J.O.S. en 1996.

El acuerdo entre los genocidas de hacer silencio incluye a Magnacco. Asistió decenas de partos, pero solo once chicos nacidos en la ESMA lograron recuperar su identidad. Si un temor frecuente en las parturientas es no reconocer a su hijo cuando la enfermera lo retira para pruebas de rutina, en la ESMA se tradujo en la presunción de que la separación con el hijo sería real. Entonces algunas madres desesperadas hicieron una pequeña marca, una muesca en la oreja del bebé que podría llevar a la sobreviviente a reconocerlo más adelante.

El campo de concentración incluyó la amenaza de muerte permanente y la presencia de médicos para aliviar los males físicos y confirmar hasta dónde un cuerpo puede resistir el suplicio. Contradicciones enloquecedoras que destrozaron esperanzas y resistencias. Dentro de la “maternidad” de la ESMA, las embarazadas podían hablar y permanecer sin capuchas, dormir en camas. Antes de la fecha recibían un ajuar que Héctor Febres –también condenado– se encargaba de comprar. Una vez que los niños o las niñas nacían, sus mamás podían ponerles nombres y darles instrucciones a los militares para que los entregaran a sus familias. Si esto renovaba las esperanzas de las detenidas, duraba muy poco: en general eran ejecutadas a los pocos días y los niños, ¿dónde están los niños?

Es la séptima vez que Guillermo entra en la ex ESMA y recorre el Casino de Oficiales. El lugar no tiene mobiliario pero sí paneles que relatan lo que ocurrió entre esas paredes. Este muchacho de 34 años, el nieto recuperado número 86, mira el lugar y lo describe como si pudiera ver lo que hubo. “Allá la guardia, acá las camas, ahí nací yo”, dice. "Ahí pasó los únicos días con mi mamá".

Los sobrevivientes reconocieron la enfermería por sus ventanas: ranuras de unos veinte centímetros de alto que sin embargo permitían ver el cielo y el parque que la rodeaba. Hoy, además, la habita el olor al material de construcción destinado a su conservación y el sonido del eco, como si lo ausente buscara manifestarse de alguna manera. La cantidad de paneles indica la importancia que le dieron al lugar los asesinos. El paso del tiempo que puede leerse en los materiales se contrasta solo con los enchufes plásticos de las recientes reparaciones eléctricas.

Guillermo tiene una hermana, mayor que él. Mariana Eva Perez lo buscó y después Guillermo se acercó de a poco a la asociación Abuelas de Plaza de Mayo, pero recién en 2010 se terminó de involucrar. “El nacimiento de mis hijos me decidió. Cuando nos enteramos con mi mujer que íbamos a ser papás, salí al patio, me fumé un cigarrillo, miré para el cielo y me puse a llorar. Porque es el momento en que vos contás orgulloso a tus padres que van a ser abuelos. Cuando nació Ignacio tomé conciencia de lo frágil que es y no pude dejar de pensar en lo que fue mi nacimiento, en lo indefenso que era en ese momento. Ahí tomás magnitud de lo que se te hizo”, relata a Infojus Noticias.

Los bebés que nacieron de esas mujeres –¿dónde están las mujeres?– fueron robados, ocultados de sus familias, anotados como propios, sustituidas sus identidades, vueltos trofeos por los apropiadores. Guillermo dice que volvió a nacer cuando supo su historia, a los 21 años. Por eso, en su “vuelta a la vida” que les correspondía, opera una doble restitución: a la sociedad y a su familia. Luego seguirán construyendo verdad e identidad.

Del sótano –donde nacían en enfermería y morían en las salas de tortura ubicadas allí mismo, conocido también como “Sector 4”– vamos a “Capucha”, donde su madre completó su gestación. “Capucha” es el ático del edificio, con una estructura de hierro pintada de gris oscuro que sostiene las maderas del techo a dos aguas, pintadas de otro gris más claro. El cemento del piso tiene partes carcomidas por el tiempo, la humedad y los pasos. En las paredes, restos de color rosa se pueden ver en las zonas descascaradas que un beige claro trató de cubrir. El cuarto de su mamá mantiene el ángulo del techo. Entonces, en esos seis metros cuadrados, el techo desciende desde los tres metros de alto hasta los 80 centímetros, donde Guillermo –altísimo– se apoya sentado. Se enoja porque encuentra un dibujo nuevo en la pared, la última vez que vino no estaba. “No tienen derecho, este es mi cuartito”, se queja.

La ESMA es un lugar de memoria y un documento donde leer la historia. Por sus pasillos es posible imaginar recorridos de otras épocas y el orden marcial de la técnica aplicada al funcionamiento del campo de concentración. “Los lugares de memoria pertenecen a dos reinos –escribe el historiador francés Pierre Nora–. Esto es lo que hace su interés, pero también su complejidad: simples y ambiguos, naturales y artificiales, inmediatamente ofrecidos a la experiencia más sensible y al mismo tiempo relevando la elaboración más abstracta”. Su razón de ser es frenar el trabajo del olvido.

La ESMA es sombría y fascinante, pero dentro de sus paredes la historia se resignifica y, como capas geológicas, donde hubo crímenes ahora hay memoria y justicia.