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3-3-2014|11:15|Lesa HumanidadEspeciales
Los juicios vistos por un escritor

Juicios x escritores: “SUM(ergidos)”

La escritora Selva Almada llegó temprano a Comodoro Py para presenciar una audiencia del juicio por el Plan Cóndor. Allí encontró un testigo, un acusado, y una señora que se sabía las respuestas. Dibujos de Iñaki Echeverría.

Por: Selva Almada

Es una tarde soleada en la ciudad de Buenos Aires, fresca para febrero. Antes de internarme en la oscuridad húmeda del subsuelo de los Tribunales de Comodoro Py, estuve un rato en el bar del noveno piso, mirando por una de las ventanitas el río brilloso atrás de los contáiners desperdigados por el puerto. Un poco de aire antes de bajar.
El piso y las paredes del subsuelo son grises, como si hiciera falta, como si no fuera suficiente con la ausencia de luz natural. En el Salón de Usos Múltiples (SUM) se tomará declaración a uno de los testigos de la causa Plan Cóndor, el militar retirado con el grado de coronel Marcelo Gustavo Beret.

Las numerosas denuncias de extranjeros desaparecidos en nuestro país comenzaron a dar forma a la larga investigación que llevó a este juicio, que ya va por su segundo año. Las dictaduras de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay coordinaron la captura, interrogatorio, tortura, intercambio y asesinato de opositores políticos.
Como el testigo Beret vive en Bariloche, la audiencia se realizará por videoconferencia. Los problemas en la conexión alargan la espera. Los testimonios por la causa Plan Cóndor, la n° 2054, a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal n°1, en general dependen de esa conexión dado el origen de quienes declaran.

Atención, Bariloche, dice al micrófono uno de los miembros del Tribunal, pero Bariloche no responde.
La sala de audiencias está dividida por una puerta vidriada que se cierra rigurosamente con llave: de este lado, los espectadores que nos acreditamos con relativa rapidez (si no tenemos en cuenta que antes de dar con la ventanilla correcta, hay que tocar varias y preguntar a distintos policías y empleados que indican con un difuso “al fondo” de un pasillo tan largo que parece no terminar nunca). Del otro lado del vidrio, los jueces del Tribunal, los abogados defensores y querellantes, el fiscal, otras personas con notebooks encendidas frente a ellos, y entre los trajes de colores oscuros, la espalda envarada, vestida con una campera de gabardina beige clarito, el cabello plateado cortado prolijamente arriba de la nuca, del acusado.

Los de este lado vemos todo lo que pasa del otro lado por la pantalla de un plasma colgado tan alto que hay que levantar la cabeza y mantener el cuello doblado hacia atrás. Pero por ahora no pasa nada porque Bariloche no conecta y los técnicos, en la cabinita del fondo, meten y sacan cables y hablan por celular con otros técnicos en una cabinita similar en Río Negro.

Los de este lado somos pocos. Dos señoras de casual elegante, el ilustrador y yo. Una de ellas lleva unos rayban oscuros que impiden ver sus ojos, un carré impecable, de un castaño rojizo, pantalones y chaqueta de hilo. Parece relajada y segura, un pez que se mueve cómodamente en esta pecera de vidrio y cemento, en la profundidad oscura de este subsuelo. Ella me advierte que apague y guarde el celular, que está prohibido usarlo en esta sala, y que también está prohibido atravesar esa puerta, la que nos separa de los del otro lado.

Atención, Bariloche, vuelve a decir al micrófono el mismo miembro del Tribunal. Bariloche no responde, pero ahora en lugar de la imagen del interior de esta sala, vemos el interior de otra sala de audiencias y a un hombre sentado solo, de traje, con un micrófono en la mano. Detrás de él una cortina se mueve con el viento.

Hay imagen pero no hay audio, dice Buenos Aires a Bariloche. Y todos esperamos en silencio mirando al hombre solo que tal vez se sienta observado porque mueve la vista, incómodo, de un lado a otro, sin posarla en la cámara.
Finalmente imagen y sonido se juntan y la audiencia comienza. Luego de formularle las preguntas de rigor al testigo, que es testigo de la defensa, nombre completo, fecha y lugar de nacimiento, y profesión, el miembro del Tribunal pregunta si hay otras personas en la sala. Una voz sin imagen, el secretario del juzgado, responde que no, solos él y el testigo y el viento que entra por la ventana y sigue moviendo la misma cortina. Se le toma juramento al testigo, Marcelo Gustavo Beret, y comienzan las preguntas del fiscal.

Todas preguntas que girarán en torno a la cadena de comando, a quién imparte las órdenes, qué consecuencias tiene el poder de impartirlas, qué pasa si no se cumple una orden, etcétera. El testigo responde, con claridad y buena predisposición. Sin embargo, por momentos, no sé si porque sucede así o porque así nos llega por la baja calidad de la imagen, parece que la mano del testigo agarrada al micrófono, tiembla. Beret tiene, además, un tic: pestañea constantemente.

A algunas de las preguntas del fiscal, antes de escuchar la respuesta del testigo, responde la señora de los rayban. Las responde para ella y para los que estamos de este lado. Como esas buenas alumnas que se adelantan a la respuesta del compañero.

Agotado el interrogatorio del fiscal, arremete el abogado defensor. Un hombre maduro, de anteojos, que también se mueve acá como pez en el agua. Pero si la señora de los rayban brilla entre estas paredes como un delicado carassius, el defensor avanza rápido y directo, como esos tiburones veteranos, con el lomo lleno de cicatrices que se ven en los documentales de la National Geographic. Sus preguntas son casi las mismas que las del fiscal, pero las formula de tal manera que el testigo termina respondiendo distinto a cómo respondió hace un rato. Si antes admitió que “la responsabilidad del jefe es total”, ahora a la pregunta de si el jefe es responsable si uno de sus elementos subordinados roba un arma y sale a la calle y asesina a una persona, Beret responde que no, que por supuesto que en ese caso no. El viejo tiburón sonríe y dice que no tiene más preguntas.

La señora de los rayban me mira y reafirma que no, que claro que no.
El acusado no dice nada, apenas se mueve, y apenas lo vemos, o vemos su perfil, cuando la cámara enfoca a su abogado defensor. En este fondo submarino, el acusado, con su cabello y su bigote canos y su piel amarillenta, de anciano, parece una anémona. La causa Plan Cóndor tiene 106 víctimas y él es uno de los 21 imputados.
Cuando termina la audiencia, el acusado camina hasta el fondo de su sala, que viene a ser el frente de la nuestra, viene sonriendo con una bolsa de tela verde en la mano. La señora de los rayban también se acerca y los dos charlan a través del vidrio. Parece que él quiere darle la bolsa, pero la puerta está con llave. Él quiere abrir y la señora de los rayban le dice que no se puede, que está llavada. Pero él no termina de entenderle, quizá esté un poco sordo, como todos los viejos, y entonces se queda ahí parado, un poco ridículo con esa bolsa en la mano.

Selva Almada es escritora. Sus últimas novelas son “El viento que arrasa” y “Ladrilleros”.
Iñaki Echeverría es arquitecto e ilustrador. Publicó “Beya (le viste la cara a dios)” junto a Gabriela Cabezón Cámara.

 

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